jueves, 28 de agosto de 2008

El cerro de San Gabriel

Al regresar en auto de un fin de semana en Perote, Veracruz, Anabel, mi curiosa sobrina de 10 años, me gritó casi al oído:

-- ¡Tío, mira ese cerro! ¿Ya viste lo que dice? ¡Y todo con puras piedras blancas!

-- ¡Anabel, casi me dejas sordo! ¿Qué dice? No puedo distrarme, hay demasiadas curvas en esta carretera. Léelo para enterarme de lo que dice.

-- Si tío: 'Gracias Madre Mía. EC' y hay una gran cruz junto al letrero.

-- Pues eso dice, ¿satisfecha? -- Su respuesta fue inmediata y típica de ella.

-- ¿Quién la escribió? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¡Dime tío, dime!

-- ¡Anabel!, ¿cómo voy a saber eso? Nunca habíamos pasado por aquí. No seas impertinente.

-- ¿Ya ves que no sabes todo? Ya te caché que eres un mentiroso.

-- Nunca he dicho que yo se todo, no digas sandeces Anabel.

-- Pero me has dicho que lo que no se sabe se puede investigar. ¿Estará en internet lo que te pregunto?

-- No Anabel, no creo que esté.

-- Muy bien, entonces vamos a preguntar y ponemos todo en la Wikipedia, ¿si tío?

Minutos después entramos a San Gabriel, un pequeño poblado al pie del cerro con el 'misterioso' letrero. Anabel no se pondría en paz hasta que sus preguntas tuvieran algunas respuestas. No importa si eran ciertas o fruto de creencias populares.

Busqué el tendajón que se viera más antiguo. Mi auto avanzaba dando tumbos en calles empedradas, seguido por dos perros que no dejaban de ladrar y que nos acompañaron hasta 'La Valenciana', una grande miscelánea en la que igual se podía comprar azúcar que aperos de labranza.

Entramos, pedí un Boing de mango para Anabel y para mi una cerveza Sol, helada como nalga de difunto.

El encargado del negocio, un señor con cara de campesino, moreno, alto y bigotón, no dejaba de limpiar el mostrador con una vieja jerga gris, que evidentemente estaba más sucia que la superficie de madera.

Aspiré hondo, me repetí mentalmente que Anabel pagaría por hacerme pasar esto y solté la pregunta:

-- Oiga Don ¿tiene mucho el letrero religioso en el cerro?

Don Humberto, que así resultó llamarse el patrón de la tienda, dejó de limpiar. Sacó una caja de Faritos de la bolsa de su camisa, tomó un cigarrillo, lo encendió con un Bic de plástico, me miró fijamente y dijo:

-- ¿Pa' que quiere saber eso? ¿Es usted comunista o de la SEMARNAT o puro metiche?

-- Creo que lo que mejor me define, nos define -- dije apuntando a Anabel, que nos miraba desde atrás del envase de vidrio del Boing que sostenía en la boca -- es lo último: un par de curiosos que siempre andan en busca de historias, Don ...

-- Humberto Arreola, pa' servir a ustedes y a Dios.

-- Gracias Don Humberto. Ella es Anabel, mi sobrina y yo soy Romualdo. ¿Sabe algo sobre el letrero del cerro?

-- ¡Claro! Todo el pueblo conoce la historia. Ese letrero tiene como veinte años. Lo puso, con sus propias manos, la señora Esther Corona.

-- ¿Ella sola lo hizo? ¿Sin ayuda de nadie? -- preguntó mi sobrina.

-- Bueno, algunos le ayudamos a pintar las piedras blancas con lechada de cal, esas que forman el letrero y la cruz.

-- ¿Lechada de cal? ¿Qué es eso tío? -- preguntó Anabel volteando al envase de Boing para cerciorarse que ya ni tenía ni una sola gota.

-- Eso se usa mucho por acá niña -- intervino Don Humberto--. Es una mezcla de agua con cal, se usa mucho para pintar paredes, banquetas e impedir que algunas plagas le peguen a los árboles. Cada una de las piedras que forman el letrero se baña con esa lechada, pa' que se note y se vea desde muy lejos.

-- ¿Oiga Don, y por qué la señora Esther puso ese letrero? ¿De dónde sacó las piedras? -- preguntó mi sobrina mientras se acercaba al refrigerador y sacaba otro Boing, ahora de guayaba.

Don Humberto se sacó el sombrero, se rascó la cabeza. dió la vuelta al mostrador y nos invitó a sentarnos en una banca hecha con un gran tablón que se encontraba afuera del negocio, cobijada por la enorme sombra de un árbol.

-- Bien, les platicaré la historia.

-- Doña Esther vivía en las afueras del pueblo, muy cerca del cerro. Claudia, su hija, tenía en aquel entonces, por 1990, como 8 años. Era una niña muy linda, pero traviesa como pocas. Le encantaba subirse a los árboles, perseguir ardillas y zorrillos, montarse en cuanto burro y caballo se encontrara. Era un verdadero dolor de cabeza para su santa madre.

Don Humberto se levantó de la banca, entró al tendajón y regreso con una cerveza Victoria en la mano. Se sentó de nuevo y reanudó la historia.

-- Una tarde, como a las 5, Claudia andaba persiguiendo a un pequeño gato dentro de la humilde casa. El gatito, obviamente, huía de la niña pues sabía que si lo atrapaba lo iba a empezar a lanzar por los aires, lo iba a cargar con el rebozo o, peor, iba a inventar que era su bebé que necesitaba un baño. El gató corrió hacia la cocina, Claudia entró sin darse cuenta y volteó la olla de los frijoles sobre el fogón. Lo que ocasionó que la casa se llenara de una mezcla de humo y de vapor, que se perdiera todo un kilo de frijoles que su mamá había puesto a cocer desde hacía tres horas y que Doña Esther empezara a gritar:

-- ¡Claudia! ¡Mira lo que hiciste! ¿Cuándo vas a aprender que no debes correr adentro de la casa! ¡Eres el demonio en persona! ¡Vete de aquí, ahora tengo que volver a prender la lumbre y a poner más frijoles, que crees que me los regalan en la tienda! ¡Muchacha traviesa, vete al cerro no quiero verte por acá en un buen rato!

Claudia puso cara de espanto tomó al pobre gato, que se había distraído con el ruido de la olla y los gritos de la señora, y salió corriendo para ponerse fuera del alcance de las fuertes manos de su madre, que eran muy buenas para echar tortillas, pero también para dar fuertes nalgadas.

Doña Esther se quedó trabada del coraje, refunfuñando en voz baja y empezó a levantar los destrozos que había hecho su salvaje hija.

-- Parece hija del chamuco, ojalá me dejara en paz para descansar y ver la tele un largo rato.

Una vez que todo quedó en orden, que los frijoles estaban otra vez en el fogón y que se empezaba a hacer de noche, Doña Esther se dió cuenta que Claudia no volvía.

-- Ya volverá, pensó secándose las manos en su eterno delantal, en cuanto tenga hambre o el frío del campo la obligue a acercarse al fogón.

Prendió uno de los amarillentos focos pues ya empezaba a oscurecer, tomó una silla de mimbre, la acercó a la infaltable televisión y se dispuso a ver la telenovela de las siete.

No se dió cuenta a que hora se quedó dormida. La despertó el silencio. Ya eran más de las nueve de la noche. Gritó casi mecánicamente:

-- ¡Claudia! ¿En dónde estás? ¿A qué hora regresaste escuincla traviesa?

Allá en la milpa ladró El Pulgas, sus ladridos llenaron la noche, pero la niña no respondía.

La madre de Claudia se empezó a preocupar. La niña sabía que no debería andar sola después de la puesta del sol, mucho menos en la época de lluvia.

Doña Esther volteó hacia el cerro y observó con temor que las nubes estaba muy negras, que amenazaban en convertirse en un fuerte aguacero.

-- ¡Claudia! ¡Claudia! -- gritó con las manos a los lados de la boca, dirigiendo su angustiado reclamo hacia el monte.

Otra vez se escuchó la respuesta de El Pulgas y después nada. El viento arreciaba y olía cada vez más a agua, a lluvia, a miedo.

-- Será mejor que me tranquilice y espere un rato. Tal vez esté en la casa de Doña Chonita, no sería la primera vez que va a jugar con su hija. ¡Pero nomás que venga ya verá como le va a ir! -- musitaba mientras se metía a su casa para guarecerse de la llovizna que empezaba a enfríar la noche.

Ya eran las once de la noche cuando llegó a la iglesia. Tocó con fuerza la puerta del capellán a quién obligó, todavia adormilado, a echar al vuelo las campanas para convocar al pueblo a reunirse en el atrio del templo de San Gabriel.

Pronto se junto mucha gente alarmada por las campanas. Doña Esther explicó a gritos, entre una lluvia pertinaz, que necesitaba voluntarios para buscar a su hija, que hacia ya cuatro horas se había subido al cerro y no había regresado. Que tal vez estaba en alguna cueva o en algun jacal abandonado esperando a que amainara la lluvia. Que por favor la ayudaran a ir a buscarla.

Se juntaron en total 32 voluntarios que con lámparas de pilas, algunas camionetas 4x4 y hasta antorchas improvisadas. Subieron al cerro haciendo una sola línea que medía mas de dos kilómetros. Gritaban, removían las matas, volteaban a lo alto de los árboles buscando en las ramas altas.

Bajaron agotados a las dos de la mañana. Desanimados, cabizbajos, con las botas y los huaraches llenos de un barro que se pegaba como chapopote. Claudia no apareció.

Doña Esther se había quedado con el capellán en la iglesia, rezando por que encontraran a su hija sana y salva; esperando las noticias, buenas o malas, que le traerían los voluntarios que subieron al cerro o que recorrían el caserío.

Ahí fue donde hizo la promesa ante una imagen de la Virgen de Guadalupe:

-- ¡Madre mía, regrésame a mi chiquita! ¡Te prometo cuidarla mejor, no enojarme con ella cuando aparezca! ¡Es más, si aparece sana y salva construiré un gran letrero y una inmensa cruz en el cerro, con piedras del rio, para inmortalizar el milagro y dar a conocer tu infinito amor por tus hijos de San Gabriel!

La Virgen parecía mirarla con amor, como entendiendo su inmenso sufrimiento, como queriendo aminorar su inmensa pena.

Los voluntarios fueron llegando en grupos pequeños a la iglesia. Ahí los esparaba una inmensa olla de café negro y un garrafón de alcohol de caña, pa' recuperar fuerzas y devolverle un poco de calor al cuerpo.

A las cuatro de la mañana todos se fueron a sus casas, con la promesa de seguir la búsqueda en cuanto clareara la mañana.

Doña Esther llegó a su casa cansada de llorar y rezar, arrastrando los pies, arrepentida de haber mandado a su hija al cerro. Se sentía culpable de lo que le pasara a su hija.

Abrió la puerta de su pequeña vivienda, prendió la luz y escuchó una voz que le reclamaba:

-- ¡Mamá, tengo mucha hambre y tu nomás andas en la calle!

La señora corrió a abrazar a su hija, a palpar su cuerpecito para asegurarse que estaba completa, buscando heridas, lodo, pero la niña estaba completamente seca y caliente.

Le volvió el alma al cuerpo y dijo, conteniendo la rabia:

-- ¿En dónde estabas hija de ... mi vida?

-- Pues me metí con mi gato al cuarto en donde guardas el maíz, lo abracé y nos quedamos dormidos. El mínino me despertó hace un rato pues quería leche y hacer sus necesidades.

-- ¿No te fuiste al cerro?

-- ¿Al cerro? ¡Tu me has dicho que no vaya sola! ¡De mensa te hacía caso! Además ya se que siempre te enojas pero al rato se te pasa. Por eso eres una mamá.

Doña Esther la abrazó. Sentía una mezcla de enojo y tranquilidad. Se había prometido que no iba castigar a la niña, así que se acostaron juntas, en un largo abrazo de amor.

Doña Esther tuvo que cumplir su promesa.

-- Nos tardamos, entre casi veinte personas, -- continuaba Don Humberto, después de depachar la segunda Victoria -- como dos meses en escoger las piedras del rio, encalarlas, subirlas al cerro y armar las palabras y la gran cruz. Doña Esther hizo el trabajo más pesado, subir una a una todas las piedras de río. Cuando sentía que flaqueba volteaba a ver a Claudia, que no dejaba de correr por todo el cerro, y continuaba con la tarea que ella sola se impuso.

-- ¡Esa es la historia, par de curiosos! -- dijo Don Humberto levántándose con trabajos de la improvisada banca, con la botella de cerveza vacía entre las manos.

-- Gracias señor, es una historia muy bonita. Pero no nos dijo que quieren decir las letras E y C del letrero.

- ¡Ah que niña tan fijada, temía que lo preguntaras! Pues hay dos versiones sobre esas letras, ninguna de ellas confirmada por la mamá de Claudia. La primera dice que son las iniciales de la señora Esther Corona.

-- ¿Y la segunda? -- preguntó entusiasmada Anabel.

-- La segunda, la segunda -- repetía Don Humberto volteando a verme y rascándose la cabeza, como dudando de decir la otra versión

-- ¡Si, la segunda versión! -- exigía mi terrible sobrina.

-- Pues la segunda versión dice que esas dos letras significan: Escuincla Cabrona.

Anabel abrió mucho los ojos, me miró y no pude más que levantar los hombros ante esa revelación. Mi sobrina se acercó a Don Humberto y con un beso en la mejilla le agradeció se hubiera molestado en contarles la historia del letrero en el cerro de San Gabriel.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Kala, proyecto cultural de lo virtual a lo real


KALA es una editorial joven que, reside en México, pero que tiene la intención de llevar sus publicaciones al resto del mundo. Estamos conscientes de las grandes cantidades de talento y creatividad que -a falta de apoyo editorial- circulan actualmente por el mundo de los blogs. Por ello, hemos decidido iniciar un ambicioso proyecto para sacar a la luz a un nuevo grupo de escritores.
Nuestro proyecto “De lo virtual a lo real”, es una convocatoria para escritores de habla hispana que actualmente publican sus escritos en algún sitio personal en Internet.

De los textos recibidos, seleccionaremos aquellos que vayan de acuerdo a la línea de la editorial, los iremos publicando en nuestra página web, y después serán recopilados en una edición impresa.

Pues Kala tuvo a bien publicar en su sección Sospechosos uno de mis cuentos que apareció por primera vez en este blog.

SOSPECHOSOS

El último miércoles de cada mes se renueva esta sección con la Entrega de seis textos de nuestros Sospechosos los cuales han sido denunciados o se han entregado por voluntad propia a sospechosos@kalaeditorial.com

Mediante estos textos nuestros investigadores apoyados en su experiencia, y en los comentarios de nuestros lectores, confirmarán las sospechas, para notificarlos oportunamente, y así podrán enmendarse o entregarse perdidamente a la pasión de la escritura. Si deciden por lo último, tengan cuidado con lo que escriben, KALA Editorial estará tras sus pasos.

Julio Jaramillo y Don Enrique en Kala Editorial

lunes, 25 de agosto de 2008

Sopita de Pasta

El siguiente texto, un verdadero poema en prosa, es obra de Toño Malpica. Lo escribió en memoria de la Señora Fernanda, su difunta suegra. Lo reproduzco como un tributo a una mujer que dejó un gran legado de amor en su familia.

Descanse en paz Doña Fernanda.

Lo nuestro no fue amor a primera vista. Fue, tal vez, amor a primera probada. Los que me conocen, conocen también la historia. Laura y yo nos hicimos novios primero; después nos quisimos; al último nos enamoramos. Todo al revés. Y acaso por culpa de aquella primera probada.

Se me había reventado una úlcera y no podía comer más que gelatinas y otras miserables blanduras. Laura fue a verme a la casa. Todavía ni siquiera nos llevábamos bien (no sabía el nombre de sus hermanos, si tenía o no mascota, a qué se dedicaba los fines de semana.). Yo vivía solo en aquel entonces y estaba comiendo lo que mi poca imaginación culinaria me brindaba. Y lo que mi dolor abdominal me permitía. "Te voy a hacer una sopa", dijo, al ver que mi dieta (comprada, además) era deplorable. Mi primer pensamiento fue que era una metiche. Todavía no nos llevábamos bien, ni siquiera puedo decir que fuéramos amigos. Me parecía que se pasaba de lista con su oferta. Pero igual, Laura fue al súper y volvió con lo necesario para hacer la mejor sopa de verduras con pollo que he probado en mi vida.

Dicen que al hombre se le llega por el estómago. Y al menos con este hombre funcionó. Sé que Laura no me estaba conquistando, pero lo mismo me tuvo a sus pies con esa sopa. Y varias secuelas más. Honor a quien honor merece: Laura es una estupenda cocinera gracias a su mamá. La señora Fernanda enseñó a sus tres hijos a cocinar como si esto fuera igual de importante que el leer y escribir. Ahora puedo decir que acaso lo sea, porque los hermanos Dietrich hacen suyas las recetas de cocina del mismo modo que Glenn Gould abordaba a Bach: virtuosamente y a primera vista. Ya quisiéramos muchos tal soltura, en la cocina o fuera de ella. Laura puede seguir las instrucciones para hacer un filete mignon o unos chiles en nogada, unos dedos de novia o una tarta tatin, una paella o un pastel imposible, aunque nunca lo haya intentado en su vida, ejecutar a la perfección, improvisar en el proceso y, de ribete, conseguir al final un platillo que haría a un profesional aplaudir de pie, pedir el encore. y chuparse los dedos. Ustedes disculparán mis pobres metáforas pero sé de lo que hablo. Alguna vez la Laureana estudió gastronomía -por no dejar- y sus maestros siempre se mostraban asombrados ante su naturalidad, ante su lirismo.

Honor a quien honor merece. No es un asunto de talento nato. La señora Fernanda, la mentora, se la vivía en la cocina. Sé que suena chambón y estereotipado, pero en su caso era cierto. La señora Fernanda no era más feliz en ningún otro lugar y hasta ahí arrastró a sus hijos. Tal vez sea la única mamá de la que yo tenga noticia que pedía, los diez de mayo, preparar su propio banquete. Planeaba las viandas como un curador diseña una exposición. Y con una mañana tenía para conseguir el milagro. ("Lo difícil es que parezca fácil", decían de Horowitz, si no me equivoco). Varios aparatos eléctricos y cuatro hornillas funcionando a la vez en una mágica y coreográfica disposición era todo lo que necesitaba. Al final, no tengo que decirlo, los homenajeados parecíamos nosotros. Ni para qué hablar de las navidades o las fiestas patrias. A la hora de los postres, al verla sonriente, me recordaba aquello que se contaba de Gershwin: que, en las tertulias, no había necesidad de invitarlo a tocar el piano, él mismo se sentaba a amenizar por sí solo. Lo justificaba diciendo que así todos en la fiesta estarían contentos. "Si otro fuera el que tocara, al menos una persona triste habría en la sala: yo".

La señora Fernanda no tenía estudios ni diplomas, pero sí la poesía en sus manos. Y la transfomaba en poemas de la única forma que sabía: cocinando.

Alguna vez se lo dije y se ríó de mí, achacándome que era yo un exagerado. En venganza, le dediqué mi libro infantil "Mi abuelo es poeta", condenándola a aparecer, por toda la eternidad, en la misma página que Sabines, Pellicer, Lorca, Guillén y Borges (otros poetas que también admiro). Pero ni con esto conseguí que dejara de achacarme mis exageraciones, cosa que nunca me importó. A mí con que me siguiera preparando el café tan delicioso, acompañado de ese pan marmoleado que hacía a ojos cerrados, me bastaba.

El sábado en la mañana, la señora Fernanda nos dejó. Después de dar la batalla al cáncer de pulmón por tres larguísimos meses, decidió llevar su magistral ejecución a otra parte. Deja en su lugar un silencio que abruma, que ensordece. Deja una audiencia muda, impávida y (en más de un sentido) desconcertada, una audiencia entre la que se cuenta un servidor y que lamenta la horrible certeza de no poder escuchar más sus notas. Quisiera poder recordar cuándo fue la última vez que comí en su mesa pero la memoria me juega en contra. Se acostumbra uno tanto a los prodigios que los cree cotidianos y los supone eternos. Pienso en algún estúpido yerno de Rubinstein, por ejemplo, creyendo que Chopin suena igual en cualquier teclado.

Recuerdo, no obstante, cierta plática que sostuve con ella en el hospital. Le habían retirado ya todos los alimentos. Llevaba días sin comer, con el paladar mutilado. Llevaba días atada al respirador y a una monstruosa mascarilla. A causa de una posible neumonía la alimentaban como ningún ser humano jamás debiera ser alimentado. Y tal vez por ello es que hablamos de lo que se le antojaría comer en caso de ser dada de alta, en caso de ser enviada a su casa. Pensé en alguna sonatina de Clementi cuando oí su respuesta, pero evité las lágrimas. Juro que me mantuve de una pieza.

La señora Fernanda, al final, consiguió volver al hogar, consiguió morir entre los que la amaban, pero no pudo volver a comer en forma. Acaso por ello es que decidió desobedecer el designio y retirarse para siempre de la mesa.

Sopa de pasta. Un bistec asado. Agua de jamaica. Eso fue lo que paladeó en su imaginación aquella tarde en el hospital. Uno esperaría oír mencionar a Rachmaninoff en respuesta. Beethoven. Brahms. Y en cambio.

Ustedes disculparán mis fallidas metáforas. La pena es mala consejera.

Descanse en paz María Fernanda Esquivel de Dietrich, portentosa ejecutante, suegra inolvidable, irrepetible poeta.

Slv22

Toño

miércoles, 13 de agosto de 2008

Bichito 17

Si Bichito, es cierto. Nunca había dado una serenata por internet. Nunca, ningún teórico de la Web 2.0 hubiera predicho que por medio de Twitter, MSN o Facebook se podría dar una serenata.

Las distancias no existen. Hasta allá, hasta el balcón de tu horrible Windows Equispe o Windows Vista puedo enviarte a los mariachis, al mismísimo José Alfredo, a Chente, a Arjona y a Sabina (que rebasan tu espectro musical).

Youtube toma el papel del Mariachi Vargas de Tecalitlán, y mi Linux, aun con Fedora, hace las veces de la Plaza Garibaldi, ¡del mero Cocula, verdad de Dios!

¡Ay Bichito, así es el amor en los tiempos de las redes sociales!

¡Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida ...¡

¡Ay dolor, ya me volviste a dar!

martes, 12 de agosto de 2008

Enrique Loubet Jr., Mauricio-José Schwarz y yo

Hoy, en un mail a la lista PCM, Mauricio, el Noc para los cuates, escribió:


Algo olvidado mi blog "El alumo más pequeño de Guillermo Prieto", hice esta entrada para aumentar la presencia en la red de Enrique Loubet Jr., gran periodista, excelente amigo y personaje extraño y detestable, todo al mismo tiempo, y muchas cosas más.

Por alguna causa, desde la lejanía hoy busqué el nombre de Enrique en Internet, y me vine a enterar de que había fallecido en enero de este año. No me extrañé, había vivido muchos años y a una velocidad vertiginosa. Busqué luego una foto en la red para darlo a conocer a mi entorno actual, y descubrí con tristeza que no había ni una, o al menos no la encontré después de una larga búsqueda.

Quizá eso es lo correcto para un personaje más adecuado para las tertulias literarias del Madrid de 1920 y los saraos culturales de los años 40 en la ciudad de México que para un siglo XXI de Internet y teléfonos celulares. Enrique abominaba de la grabadora, y trabajó siempre con bolígrafo y libreta o, a falta de ésta, cuartillas dobladas en cuatro, su aguda mirada y, sin duda, su estilo singularísimo de vida y periodismo.

Conocí a Enrique Loubet cuando sustituyó al maestro Edmundo Valadés en la sección cultural de Excélsior (cuando aún era un gran periódico). El maestro Valadés me abrió las puertas del diario y de su legendaria revista El Cuento, marcando mi vida periodística y literaria, y me pidió que me quedara yo en Excélsior cuando él se marchó.

Fue Mario Méndez Acosta, compañero de mil batallas, quien me llevó al edificio adjunto a la sede del diario, a la oficina de Revista de revistas, para que conociera al nuevo director de la sección, Enrique Loubet Jr. A mí me preocupaba mi columna, "Circuito impreso", porque era mi tribuna única, pero un atrabiliario caballero de bigotes alacranados de estilo antiguo, largo pelo blanco, fieros ojos tras las gafas y voz rotunda me exigió que, para seguir en la Sección Cultural, tenía yo que escribir también para Revista de revistas, la publicación madre de la casa Excélsior y, probablemente, el último gran amor de su último director. Loubet sonaba atrabiliario y descontrolado, hasta que propuso bajar al bar Ambassadeurs a tomar una copa. Ya aprendería yo que Enrique sabía lo imponente que resultaba y le divertía parecer un ogro para luego mostrar su lado amable, pero que en general era inofensivo.

La entrega de las colaboraciones, las copas en la cantina "Reforma", en el "Amba" o en algún otro lugar al que había que ir porque yo no usaba corbata (para enfado de Loubet) y en el "Amba" era obligatoria, se sumaron a las comidas en establecimientos que iban desde taquerías callejeras hasta el restaurante del gastrónomo Luis Marcet, las tardes en el remozado y rescatado hipódromo, las noches en el frontón México, las conversaciones interminables. Enrique me propuso ser redactor de la revista, yo acepté de medio tiempo, para no depender del periodismo cosa que, en aquél entonces al menos, condenaba al reportero a la dependencia de los "favores" gubernamentales, a la corrupción, en una palabra. Los salarios del periódico eran irrisorios, pero la directiva sabía perfectamente que serían complementados por las relaciones políticas del reportero y las comisiones propias de la publicidad que consiguiera. No fui nombrado jefe de redacción, me enteré meses después, porque a ojos de Enrique yo era "comunista", lo cual le preocupaba en exceso.

(Un reportero cobraba el "sobre" semanal del cohecho preventivo de su fuente gubernamental o paraoficial, más comisión sobre la publicidad que esa fuente, dependencia o secretaría comprara en el periódico o sus publicaciones. Y esto no ocurría sólo en Excélsior, era una norma con pocas excepciones en esos tiempos. Como simple redactor de Revista de revistas, una dependencia del gobierno del DF me ofreció "sobres semanales" que efectivamente me cuadruplicaban el sueldo. Mi negativa a aceptarlos no fue bien recibida y se vio como prueba adicional de mi falta de adhesión al régimen.)

Era en política donde chocábamos más, aunque Enrique podía montar en cólera por asuntos de fútbol, de mujeres o de geografía, daba igual. Enrique se consideraba un conservador "al estilo inglés", con un dejo de monarquismo exacerbado muy al modo de Dalí, que era, sólo Enrique sabía en qué proporción, parte sincero, parte provocador, parte rebelde contra las cosas contra las que por lo demás no hablaba nunca. Esto chocaba con su pasado como refugiado en México de la Guerra Civil Española, que no negaba, por el contrario lo consideraba lucha contra el fascismo y él, como conservador caballero inglés (nacido en Bilbao), abominaba del fascismo, exactamente como Churchill, al que citaba con frecuencia.

Enrique era entrañable aunque a veces hiciera difícil quererlo. Porque cuando no hablábamos de política el universo entero era su espacio. Hablaba de ciencia con conocimiento, habiendo dirigido la revista "Comunidad CONACyT", del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología del gobierno mexicano. Hablar de literatura con él era delicioso. En el mundo del toro coincidíamos hasta las lágrimas por la pasión que teníamos ambos y que yo conservo por esa fiesta (tan fuera de tiempo como el propio Enrique), por nuestra convicción de que el toro era el centro del tema. Nos divertimos como nunca cuando hicimos una serie de revistas sobre la temporada de la Plaza México. Hicimos una historia de la Guerra Civil Española en una larga serie de números consecutivos de la revista, que nos permitió conocer el lado tenuemente socialista de Loubet, que ocultaba rápidamente llamándonos a todos "rojetes y reojetes". Compartimos el 75 aniversario de Revista de revistas, por entonces decana del periodismo mexicano. Compartimos el terremoto de septiembre de 1985 y lo reporteamos en la revista con un aseo que aún hoy me enorgullece. Y discutimos, gritamos y bebimos.

Quizá lo que mejor pinta a Enrique es que siempre mantuvo las puertas de la revista abiertas a los aspirantes a periodistas (estudiantes o no) que pedían "una oportunidad". Nunca un joven aspirante salió de la revista sin una orden de trabajo improvisada por Enrique sobre los miles de temas que dominaba. Y lo que define sus rasgos como en un retrato de Goya es la ocasión en que, puesto a corregir el artículo de una pareja de estos jóvenes en una mesa del Ambassadeurs, se enfureció con un error de los redactores y atacó las hojas con sus marcadores de colores, escribiendo críticas e improperios contra los autores en su inimitable estilo. Al día siguiente, me llamó a su despacho y me dijo que no podía devolverle ese original a los jóvenes periodistas, porque sus críticas eran feroces y despiadadas. Acordamos que destuiríamos el original, aduciríamos que se había extraviado y Enrique les pediría una reescritura salvando el error que lo había sacado de sí la noche anterior. Simplemente, no quiso lastimar a dos jóvenes periodistas.

En 1986 me fui a vivir a la ciudad de Querétaro y dejé mi escritorio de la revista. Mis colaboraciones con Enrique se fueron diluyendo poco a poco, involuntariamente, y las de la sección cultural del diario por cuestiones del nuevo encargado, lo que me llevó a un día cruzar la calle de Bucareli, subir a la oficina de Paco Taibo I en El Universal y pedirle la oportunidad de colaborar en la sección cultural que dirigía. Me ordenó un artículo para el día siguiente, y seguí en El Universal hasta mi salida de México.

La última vez que vi a Enrique, hace quizá diez años, había sufrido un accidente y tenía un ojo nublado, pero aún hablaba con la autoridad de un maestro que sabe, sin duda alguna, que su altanería y arrogancia están sustentadas en una labor periodística a todas luces admirable, y en una calidez humana que nunca pudo ocultar del todo tras la "paersona" que se construyó tan bien que muchos nunca supimos dónde acababa exactamente.

Enrique me enseñó mucho, de periodismo, de caballos, de literatura, de cine, de temas interminables como nuestras noches de copas. Lo quise como se quiere a un maestro que se convierte en amigo. Lo admiré como profesional y lo enfrenté como inexplicable defensor del oficialismo gubernamental mexicano. Sus contradicciones no fueron, sin duda, mayores que las que tiene cualquiera, y si en su caso se magnificaban era porque en Enrique todo era exagerado, todo era extremista, todo era "lo más" o "lo menos".

Murió querido, admirado y reconocido como el último de su especie, que nunca fue demasiado abundante. Que no sea olvidado es tarea de quienes le quisimos entrañablemente.

Mauricio-José Schwarz


Ese mail me trajo a la mente el día en que conocí a Enrique:

Yo tuve oportunidad de tomar una copas con Enrique en la famosa cantina La Opera, en alguna ocasión en que Rafael Fernández Flores, mi viejo amigo de la FES Cuautitlán de la UNAM, me invitó a compañarlo al centro de la ciudad, en algún momento previo a 1990.

Estuvo, además, una chica de nombre Martha, quien acompañaba a Enrique. Ella tuvo posteriormente un papel importante en Excelsior: se trataba de Martha Anaya.

En esa ocasión el mismísimo Carlos Monsiváis entró a la cantina, se acercó a nuestra mesa a saludar a Enrique y él nos lo presentó a los tres jóvenes que estábamos en la tertulia.

Rafael Fernández tenía entonces una columna en Revista de revistas, casi estoy seguro que se denominaba 'La ciencia es juego de niños'.

Cuando te conocí, Noc, en alguna fiesta de PCM, platicamos de Rafael, nuestro amigo común; esto fue un poco antes de que marcharas a España.

Sirva esto para colaborar a que el olvido no se trague a Enrique.