lunes, 27 de noviembre de 2006
Plática en el muro de La Catedral
Hace unos días salí del restaurant La Popular en la calle de 5 de Mayo, en el centro histórico de la Ciudad de México, y me dirigí hacia la estación Zócalo del Metro.
Caminaba por la acera de la Catedral Metropolitana y casí tropecé con un bolero, cuya clientela debe recargarse en el muro de la reja de la Catedral para recibir sus brillantes servicios.
En plena faena empezamos a platicar.
- ¿Cuántos años lleva trabajando aquí? - le pregunté.
- Újule, pues más de quince. Tengo ese tiempo de jubilado y me metí a esto para completar el gasto. Antes me iba mejor, pues yo boleaba los zapatos de los padres de aquí de La Catedral; pero con los cambios rara vez me llaman.
- Debe haber sido interesante trabajar para ellos.
- Uyyy jefe! Nomás le voy a contar lo que pasó una vez, pa' que tenga idea.
Lo que sigue es mi versión de esta historia tal como me la contó nuestro bolero:
"El sacristán de La Catedral me traía diariamente varios pares de zapatos de los padrecitos. Cuando los acababa de bolear entraba a la sacristía, los entregaba y me pagaban por mi chamba. Casi siempre me daban 50 pesos. No estaba mal.
Pero una vez -creo que era un viernes- al entregar los zapatos, noté que había mucha gente afuera de la sacristía. Me di cuenta rápidamente que eran los cobradores que iban por su lana, a cobrar lo que entregaban a La Catedral durante la útima quincena. Uno de ellos estaba tocando la puerta de la sacristía, pero nadie le contestaba desde adentro.
Yo sabía que el sacristán estaba ahí, pues el me había entregado los zapatos hacía menos de una hora, así que, con toda confianza, empuje la puerta y entré a la sacristía.
No estoy seguro si los cobradores pudieron observar lo que yo vi:
¡El padre sacristán se estaba cogiendo a una monja en el mero escritorio!"
- La monja estaba vestida, con la falda alzada - le cuestioné.
- No, los dos estaban completamente encuerados.
"Al verme, el sacristán se bajó de la monja y me gritó que cerrara la puerta. La monja empezó a vestirse rápidamente. Se veía muy apenada conmigo, pero no dijo ni media palabra.
Ya que se acabó de vestir se dirigió hacia una puerta que llevaba hacia la parte interna de la iglesia, pero el sacristán la paró con un grito:
- ¡Pendeja arreglate la falda que se te ven los calzones!
La monja se había colocado algo así como una faja en la cintura, con la que había atrapado la parte de atrás de su amplia falda, por lo que se le veían las piernas y las nalgas.
El sacristán acabó de vestirse, me pidió que no dijera ni media palabra de lo que había visto ahí.
Ese día me pagó doscientos pesos por la boleada.
El padre ahora trabaja en una iglesita de la colonia Roma."
Nota: Esta historia es real, al menos lo de la boleada en la reja de La Catedral y la plática del bolero. No se si lo hace como parte de su mercadotecnia, pero sonaba sincero.
Caminaba por la acera de la Catedral Metropolitana y casí tropecé con un bolero, cuya clientela debe recargarse en el muro de la reja de la Catedral para recibir sus brillantes servicios.
En plena faena empezamos a platicar.
- ¿Cuántos años lleva trabajando aquí? - le pregunté.
- Újule, pues más de quince. Tengo ese tiempo de jubilado y me metí a esto para completar el gasto. Antes me iba mejor, pues yo boleaba los zapatos de los padres de aquí de La Catedral; pero con los cambios rara vez me llaman.
- Debe haber sido interesante trabajar para ellos.
- Uyyy jefe! Nomás le voy a contar lo que pasó una vez, pa' que tenga idea.
Lo que sigue es mi versión de esta historia tal como me la contó nuestro bolero:
"El sacristán de La Catedral me traía diariamente varios pares de zapatos de los padrecitos. Cuando los acababa de bolear entraba a la sacristía, los entregaba y me pagaban por mi chamba. Casi siempre me daban 50 pesos. No estaba mal.
Pero una vez -creo que era un viernes- al entregar los zapatos, noté que había mucha gente afuera de la sacristía. Me di cuenta rápidamente que eran los cobradores que iban por su lana, a cobrar lo que entregaban a La Catedral durante la útima quincena. Uno de ellos estaba tocando la puerta de la sacristía, pero nadie le contestaba desde adentro.
Yo sabía que el sacristán estaba ahí, pues el me había entregado los zapatos hacía menos de una hora, así que, con toda confianza, empuje la puerta y entré a la sacristía.
No estoy seguro si los cobradores pudieron observar lo que yo vi:
¡El padre sacristán se estaba cogiendo a una monja en el mero escritorio!"
- La monja estaba vestida, con la falda alzada - le cuestioné.
- No, los dos estaban completamente encuerados.
"Al verme, el sacristán se bajó de la monja y me gritó que cerrara la puerta. La monja empezó a vestirse rápidamente. Se veía muy apenada conmigo, pero no dijo ni media palabra.
Ya que se acabó de vestir se dirigió hacia una puerta que llevaba hacia la parte interna de la iglesia, pero el sacristán la paró con un grito:
- ¡Pendeja arreglate la falda que se te ven los calzones!
La monja se había colocado algo así como una faja en la cintura, con la que había atrapado la parte de atrás de su amplia falda, por lo que se le veían las piernas y las nalgas.
El sacristán acabó de vestirse, me pidió que no dijera ni media palabra de lo que había visto ahí.
Ese día me pagó doscientos pesos por la boleada.
El padre ahora trabaja en una iglesita de la colonia Roma."
Nota: Esta historia es real, al menos lo de la boleada en la reja de La Catedral y la plática del bolero. No se si lo hace como parte de su mercadotecnia, pero sonaba sincero.
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