viernes, 10 de agosto de 2007

¿A qué me sabe tu amor? V2.0

Todo inició el domingo pasado. Lala me dijo:

-- Vamos a ver si hay suficientes zarzamoras en mi jardín para hacerte más mermelada.

Salimos al jardín posterior de la casa a cosechar las zarzamoras. Sólo encontramos una docena de ellas. Dos de las cuales me entregó en la boca, así, con el polvo acumulado. Lala se llevó otras dos a los labios. Por lo magro de la cosecha no habría mermelada.

Afortunadamente en esa pequeña huerta también existe un manzano. Sus frutos son pequeños y ligeramente ácidos, pero lo suficientemente sabrosos para que ella armara el plan B:

-- ¡Mira ya hay varias manzanas, cortemos algunas y te hago algunos strudels, yo se que te gustan mucho!

Asentí y empezamos a recolectar las manzanas mas accesibles, vigilados por sus dos perros que esperaban que cayera alguna para engullirla. En más de una ocasión tuve que pelear por alguna manzana: siempre les gané.

Ya encarrilados en la cosecha, Lala fue por una escalera de aluminio y procedimos a bajar las manzanas que se encontraban más alto o más al centro del árbol. Nos divertimos como enanos tratando de evitar las caidas pues el piso del jardín no permitía fijar del todo la base de la escalera. Llenamos un canasto y mi sombrero de mimbre, recién comprado en San Juan del Rio, con la cosecha.

Por diversas razones ese día no hubo tiempo para la cocina, así que decidimos guardar la fruta y esperar un mejor momento.

Ese momento se dio ayer que fui a visitarla a Metepec.

Después de comer fuimos a Superama. Compramos la pasta hojaldrada y yo aproveché para comprar una cervezas Guinness que mencionaron Mancha y Tacvbo en Twitter.

Ya en la amplia cocina de Lala se nos unieron Mary y Anita, dos de sus hijas. Les agradó la idea de ayudarnos a amasar la pasta y pelar las manzanas.

Lala dio instrucciones a Anita acerca de la mejor manera de usar el rodillo de madera sobre la pasta. Después de un rato la rubia niña de pelo alborotado era una experta con el rodillo. Más tarde Mary le pasó el mondador a Anita y también se convirtíó en experta en amasijos para strudel. Finalmente cada una de ellas colocó las manzanas, que Lala había cortado en trozos pequeños, en el centro de la pasta extendida, les agregaron canela y azúcar (olvidamos comprar las pasas) y doblaron el amasijo para formar el strudel.

Yo, mientras tanto, hacía mi parte: tomar nota mental de todo y engrasar las charolas para el horneado. También batí las yemas de huevo y barnicé, a mano, los pastelillos.

Elsa, la empleada doméstica, ya había prendido el horno y todo estaba listo para el paso final. Lala metió al horno la primera charola. Ya para entonces eran las 8 de la noche, yo tenía que regresar a la Ciudad de México, distante 70 Km. Lala me aseguró que en diez minutos estaban listos los strudels; realmente tuvieron que pasar casi 30. Sólo hubo tiempo para sacar un par de pasteles, envolverlos en papel aluminio, luego en una servilleta de algodón, meterlos en un topercito y ponerlos, junto con mis cervezas, en una bolsa de papel.

Casi dos hora más tarde cené en casa esas delicias, mientra hablaba con Lala por teléfono y bebía un vaso grande de leche tibia.

Mary, Anita, Lala y yo, amasando, mondando, cortando, bromeando, esperando que todo estuviera a punto estabámos viviendo algo esencial, algo que seguramente recordaré cuando haga tabla rasa de mi vida. La felicidad estaba en esa cocina. Esa son las cosas que le dan valor a la existencia. Lo demás en pura vanidad.

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