jueves, 27 de noviembre de 2008

Oscuridad

Oscuridad

A Carlos Fuentes, en sus 80 años de vida.

I

La profesión de meretriz no es fácil. La oscuridad era total. No veía lo que había junto a mi y eso me causaba una gran inseguridad. Sólo recuerdo un tocador con una inmensa luna, un buró a mi derecha, unas pesadas cortinas y un taburete a los pies de la cama. Creo que las sábanas eran de algo más suave que el algodón, ¿lino? Nunca había estado en una cama tan confortable. No distinguía ningún olor, ni bueno ni malo. Sentía algo de frío. Mis pezones estaban erguidos, no los veía pero los podía sentir.

Esperaba que eso acabara pronto, me sentía muy incómoda estando desnuda en una recámara que vi solamente unos segundos al entrar a ese cuarto, y en una cama nueva para mi. Mis pies se enfriaban muy pronto. A veces el frío sube hasta el centro de mi corazón, pensé en ese momento. Calma, pronto llegará él. ¿Por qué la oscuridad? ¿Será alguien muy conocido? ¿O muy feo? ¿O su perversión es hacerlo a oscuras, sin ver a su víctima? ¿sin conocerla?

Siempre que estoy a punto de conocer a un cliente me aterro, una puede esperar casi cualquier cosa: un anciano, una inmensa barriga, una desagradable calvicie, una cara poco agraciada, unos labios respulsivos. Pero esa situación era la peor a la que me había enfrentado. La nada. No podría ver a quien contrató mis servicios sexuales.

La habitación se iluminó por unos segundos, volteé hacia la puerta pero un fuerte haz de luz solo me permitió ver la figura de un hombre enfundado en algo parecido a una bata. La puerta se cerró y escuché que el hombre se quitó la prenda, se sentó al borde de la cama king size. Su voz sonó, grave, profunda:

-- Hola, mi nombre es Amadeus. ¿Cómo te llamas tú?

-- ¿Amadeus? Ja, entonces yo me llamo Carmen, la de la ópera.

-- Ja, ja. Es en serio, ese es mi nombre. OK, serás Carmen, la de Bizet.

No sabía quién diablos era Bizet, pero me apenaba preguntarle. Me sonaba a escritor italiano o a un pan europeo.

-- Oye, ¿te puedo preguntar algo?

-- Si, puedes preguntar lo que quieras pero no te aseguro que tendrás una respuesta.

-- ¡Que carácter! OK, ¿por qué estamos a oscuras?

-- Eso si te lo puedo responder: porque así me siento más cómodo.

-- No bromees, eso no me dice nada.

-- Pues lo siento, así que se acaban las preguntas. Viniste a otra cosa, no a cuestionar mis gustos. ¿Está claro ... Carmen? -- lo dijo con neutralidad, casi veía su sonrisa. Me empezaba a caer bien el cuate con nombre de compositor.

Se acercó, sin tocarme. Se puso a mi lado, a lo largo. Cada vez me sentía más incómoda. Los dos mil pesos que me pagarían por el servicio se me hacían poca cosa para las cosas que tenía que soportar. Mil preguntas seguían llegando a mi cabeza, pero no estaba autorizada a resolverlas. Estaba ahí para ser usada, para satisfacer los deseos de mi cliente. Un cliente al cual no le podía ver el cuerpo, sin cara visible; nunca me había dado cuenta de lo importante que era verle el rostro a quien haría uso de mí, de mi intimidad.

Sentí un dedo a unos centímetros de mi seno izquierdo, luego otro muy cerca de mi ombligo. Su pie, frío, hizo contacto con uno de los mios. Entendí: estaba reconociendo el terreno, preparando el ataque.

Algo rozó mi pezón izquierdo. Primero sentí escalofrío, luego, al tratar de adivinar que había sido, excitación.

Otra vez el toque, ahora en el pezón derecho. Era la palma de su mano, sutil, tibia ya, apenas acariciando una de las partes más sensible de mi cuerpo. Mis pezones empezaron a crecer, algo que no deberían hacer en sesiones de trabajo.

Sentí algo duro, húmedo en la proximidad de mi cintura. Sí, ya estaba excitado y ya estaba más cerca de mi.

Detecté su olor. Traía una loción fresca, muy ligera. Su calor empezaba a llegar a mi piel. El calor que las mujeres solas extrañamos tanto en las noches frías, lo primero que extrañamos cuando nos abandonan.

-- Gírate. Ponte boca abajo. Separa un poco las manos de tu cuerpo -- fue más bien una sugerencia que una orden. ¡Qué manera tan especial de pedir las cosas! Me hacía sentir que eso era lo que yo quería hacer. Me empezaba a gustar su trato.

Me coloqué como me lo había pedido y se puso de rodillas a mi lado. Sentí primero sus manos en mi cabello. Lo tocó como para saber si era lacio u ondulado, para conocer su largo y su volumen. Toco mi cuello, su longitud, su diámetro.

-- Tienes un bello cuello, de emperatriz -- murmuró muy cerca de mi nuca.

Se entretuvo más tiempo en mi espalda. Primero pasó las yemas de los dedos por toda ella, desde el cuello y hasta el inicio de las nalgas. Mis vellos se erizaron, los acarició con la palma de la mano descubriendo las zonas en donde era más abundante. La curva de mi cintura lo entusiasmó: sentí como aumentaba la presión de su instrumento en mi costado al tocar esa zona. Su humedad también iba en aumento. Pasó las manos a lo largo de mi costado, desde mis axilas y hasta mis caderas. Está mal que lo diga, pero mi cintura es breve y mis caderas amplias, generosas.

Algo me hizo brincar. Fue como una descarga. Fue un besó en la espalda, en el centro, a la altura de la cintura. Casi grité. Luego su lengua subió por mi columna, dejando un trazo húmedo que al evaporarse me hacía sentir cosas inéditas.

El sentir su aliento en mi cuello, cerca de mis orejas, me llevó al siguiente nivel de excitación. Deseaba ver su rostro, apreciar las manos que me hacían sentir tan femenina.

Ya deseaba sentir su cuerpo pegado al mío, su calor, pero parecía que el no tenía prisa.

Me pidió con voz muy baja que me girara, que quedara boca arriba.

-- Además abre las piernas, poco, muy poco.

Ya ansiaba saber que iba a seguir. Ya mis brazos querían abrazarlo, mis labios besarlo, mis piernas apresarlo. Pero el llevaba todo con calma, una tensa calma que me empezaba a desesperar.

Se sentó en mi vientre. Sentí su sexo húmedo, tenso descansar arriba de mi ombligo. Otra vez odié la oscuridad. Era terrible no poder verlo en ese momento, observar en su cara los efectos que le causaba el estar sobre mi, el hecho haber tocado mi cuerpo, mi obediencia ciega.

Tomó cada uno de mis pezones con sus dedos, con ligereza. Su crecimiento repentino fue muy obvio, el sabía que me estaba excitando, sabía usar esas grandes manos. Se agachó sobre mí y, finalmente, besó mis labios con cierta brusquedad. Su lengua invadió mi boca, no tuvo resistencia. Sus labios eran gruesos, inquietos, expertos.

Se levantó y se recostó junto a mí.

-- Híncate junto a mi, cerca de mi pecho. -- Lo hice, cuidando de no llegar al borde de la cama. La oscuridad seguía siendo total. Una boca de lobo, como dicen en la tele.

-- Bien. Ahora pasa tus pezones, sólo tus pezones, por mi pecho, mi cara, mi boca.

Nunca me habían pedido eso.

Acerqué mis senos a su pecho hasta que mis pezones hicieron contacto con su pecho. Era electrizante. Al recorrer su piel con esa parte tan sensible de mi cuerpo, solamente intuyendo en dónde se efectuaba el contacto, me producía un inmenso placer.

Llegué a su cara. Al tocar apenas sus labios una boca presurosa apretó uno de mis pezones, el cual fue succionado con maestría, con calma pero con firmeza. Separé el pezón de su boca y lo llevé a sus ojos, a su frente; de nuevo a su boca a su pecho. El juego me gustaba, me encantaba.

Él tocaba de vez en cuando mi cuerpo, de una manera vaporosa, casi aleatoria. Sorprendiéndome al brincar a zonas diferentes, a sensaciones diversas, únicas.

-- Penétrame, ¡ahora mismo!-- mi propia voz me pareció ajena. No recuerdo que mi cerebro haya dado esa orden. Mi cuerpo actuaba de manera independiente, sin las trabas de la razón.

-- No, claro que no, será cuando yo quiera, cuando yo lo desee. Tu estás aquí para darme placer a mí, no lo olvides.

-- ¡Olvida tu pinche dinero! ¡No me pagues pero penétrame ahora! -- grité furiosa.

Tomó repentinamente mi cara y mordió mi labio inferior tratando de callarme. Lo logró. Quería seguir besándolo toda la noche, toda la vida, toda mi vida.

Se levantó y me tiró sobre las suaves sábanas. Tomó mis manos, las abrió hasta hacerme quedar en cruz. Me besó la cara, el cuello. Bajó despacio a mis senos, siempre tomando mis manos. Los besó en toda su circunferencia, desde los más externo y rumbo a mis pezones, su labios educados seguían una trayectoria en espiral, eterna, hacia mis pezones que estallarían en cualquier momento.

Llegó a ellos. Los tocó suavemente con su lengua, los succionó, los mordisqueó, los volvió a succionar. Soltó mis manos, que ya acariciaban su pelo, sugiriendo el lugar, induciendo el ritmo y acariciando a quien me hacia sentir mujer.

Sus labios bajaron hacia mi vientre. ¿Lo haría? Sus dedos dibujaron mi silueta, mi breve cintura, mis caderas, mis piernas. Su boca se detuvo muy cerca de mi sexo.

Me ordenó que me pusiera de rodillas, que le diera la espalda, que me inclinara hacia adelante.

Me acarició las caderas, las nalgas. Pasó un dedo por toda mi columna, de nuevo. Yo sentía que se me erizaban cada uno de mis vellos de la espalda.

Me penetró por detrás, lenta y largamente. Buen tamaño el suyo. Primero se movió con suavidad, luego con furia, con coraje. Yo alcancé el primer orgasmo casi al instante, el de él tardo menos de cinco minutos, el primero.

Siguió por quince minutos más, alternando la velocidad, el ritmo, sobando, acariciando cada parte de mi cuerpo que alcanzaba con sus largos manos.

Nadie, nunca, me había hecho el amor así. No sabía si era atractivo o no. Su cuerpo parecía atlético, pero no tenía suficiente información para asegurarlo. No supe su edad, ni el color de su piel o el de su pelo.

Solo sabía que deseaba ser poseída por él cada noche, en cada momento, por placer, solo por placer. Podría ir a visitarlo todos los días, en la oscuridad, con luz, en la penumbra. Nada importaba, solo su miembro dentro de mi, sus manos en mis caderas, su lengua en cada centímetro de mi piel que yo quería que supiera que ya era suya.

Tuve otro orgasmo, múltiple, intenso, interminable. Mis gemidos parecían sollozos, que me salían desde las entrañas como una queja por los años sin él, el hombre de la oscuridad.

El terminó por segunda vez. Presionó hasta el fondo, sentí su calor fluido, seguido de un ligero temblor de sus manos en mi cintura. Sus labios dejaron escapar algo parecido al llanto, como un gran grito retenido.

Se dejó caer a mi lado, sin tocarme. Yo me recosté junto a él, respetando su espacio. Me dijo, con la voz descompuesta:

-- ¿Puedes venir mañana a la misma hora?

-- ¡Si! -- exclamé como adolescente enamorada -- Pero ...

-- ¡Sin peros, te pagaré el doble!

Me hubiera gustado ver su cara, su voz no me decía todo lo que quería saber, entendí la importancia de los gestos, del lenguaje corporal.

-- ¡Lo siento, sí hay una condición: no quiero dinero! Vendré por mi propia voluntad.

-- No, no tienes derecho a imponer o cambiar condiciones. Vendrás a hacer tu trabajo, mereces la paga.

-- Si no aceptas que lo haga por mi voluntad y que te pueda ver a la luz del día, entonces olvídalo.

-- ¡Como quieras! ¡Puedo conseguir algo mejor que tu, en cualquier momento!

Se levantó de la cama con agilidad, escuché que se ponía la prenda de vestir que portaba al entrar y sus pasos se dirigieron hacia la puerta, la cual abrió rápidamente. Solo vi su espalda un instante antes de que volviera la oscuridad al cerrarse la puerta.

Quince minutos después se encendieron las luces, un hombre de traje negro, camisa blanca y corbata gris entró. Llevaba mi ropa que había quedado en un vestidor cercano. La depósito sobre la mesa y me mostró tres billetes de mil pesos, mil pesos más del precio pactado, que metió en un sobre que dejó junto a mi tanga.

-- La espero afuera, para que la conduzcan a donde nos indique. -- Me indicó con amabilidad, sin inmutarse por mi desnudez.

Me vestí con calma y pude observar el lujo del lugar. Era muy bello y con un diseño elegante, adecuado para el hombre que me acababa de poseer.

En el transcurso del camino a mi casa intenté hacerle plática al conductor del auto en que viajaba. Cuando le hablaba volteaba a verme y sonreía. No dijo una sola palabra.

II
Hace un momento, después de dos días de mi encuentro con Amadeus, tuve necesidad de dinero y saqué el sobre del cajón de mi ropa interior en donde lo dejé. Realmente no se que me motivó a dejarlo ahí, normalmente lo habría guardado en el archivero de metal, junto con las facturas por pagar.

Junto con los tres mil pesos encontré una tarjeta de presentación a nombre de Amadeus Rivas Santini. En ella ví que realmente es músico, toca el cello. Aparece su teléfono y una dirección electrónica, eso es todo.

En la parte posterior de la tarjeta aparece escrito, con letra clara y elegante, lo siguiente:

"Carmen: tienes que regresar. Nunca nadie me había satisfecho como tú. Te lo ruego. Regresa. Pon tu las condiciones.

Soy ciego, te lo digo para que moderes tus peticiones.

Besos.

Amadeus"

Mañana llamaré.

Seguiré amándolo a oscuras hasta que él decida que ya llegó el momento de que me permita ver su rostro.

Temo enamorarme de una sombra, de una idea.

Sufro al pensar que el nunca podrá ver mi cara de mujer enamorada, ni al mediodía más hermoso e iluminado de esta la región más transparente del aire.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola.

Me gustó el relato, hizo que se me erizara la piel. Aunque en la parte donde ella le pide que la penetre creo que Amadeus debió haberlo hecho :P

Saludos.

Anónimo dijo...

Magnífico relato, sólo estoy en desacuerdo con el inicio, de alguna manera debe marcar que será una mujer quién relatará, porque como yo que te conozco, tal vez otros estén en mi situación y se sorprendan al imaginarte relatando eso antes de caer en la cuenta de quién se trata :).