miércoles, 28 de noviembre de 2007
De mujeres y otros bichos (2)
Si, soy un cínico, pero hay mujeres que no tienen madre. Es decir, las mujeres son capaces de destruir a un hombre con una sonrisa en la boca, sin piedad, sin remordimientos, como si hubieran sido paridas por un glaciar.
Sin embargo son tan necesarias como la leche de la CONASUPO, como la mañana, como un trago a las nueve de la noche en una cantina de la Guerrero. Eso es lo más cabrón: las necesito, las adoro. Sin ellas yo sería un trazo de grafitti en la pared, un escupitajo en el aserrín de 'Los Recuerdos del Porvenir', la fétida cobija de un chavo de la calle.
Mis mujeres se han ido en paz, con el boleto de regreso abierto. Salvo excepciones.
Ella, Tania, escogió el peor momento para irse, y la peor manera. Era una bella mujer de veintiun años, con su sexualidad en crescendo, de la cual participaba yo en esas largas reuniones en hoteles cercanos a San Cosme, en 'la costera' de Tlalpan, en donde nos cogiera la calentura. Es difícil precisar quien poseía a quien. Quien era el amo y quien el esclavo. Quien decidía cuando y como. Yo rondaba los treinta, así que me sobraban anímos para seguirle el paso.
Me pude haber casado con ella. Así estuve de enamorado. Tal vez debí hacerlo, aunque a la larga ella hubiera sido la víctima de mis locuras, de mis necedades, de mi cinismo.
Nuestro poema favorito era 'Te amo' de Benedetti. Se lo decía bailando con ella, besándola, haciéndole el amor, durante el cariñito postcoital que nos encantaba. Juntos descubrimos a Sabines ("-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué?"), juntos recitábamos sus versos tocándonos desnudos. Juntos gritábamos de amor al desfogarnos. Disjuntos nos iremos al infierno después de haber construido nuestro cielo --un cielo de interés social, pero nuestro -- en la misma tierra, pegado al asfalto, cruzado por ejes viales y huérfano de segundos pisos en aquellos años entre los setentas y los ochentas.
Finalmente se fue. De mal manera. Se enamoró de otro cabrón. O al menos eso creí en ese momento. Les cuento.
Una tarde decidí darle la sorpresa e ir por ella a la escuela. La vi a lo lejos, en un puesto callejero, con su eterno compañero de estudio. Me acerqué a ellos y a poco metros noté que ella tenía su brazo rodeando su cintura. Su brazo se separó, bajo y le acarició las nalgas. Sí, ella le apretó las nalgas a él. Me acerqué. La llamé por su nombre. Volteó. Palideció. Me alejé sin decir una sola palabra.
Me llamó al día siguiente.
-- Quiero hablar contigo. Creo que debemos terminar esto como cuates.
Acudí a la cita. Ella fue al grano.
-- Sólo seguí tu filosofía: "Uno debe ser feliz a pesar de todo".
-- ¿Y nuestro amor?, ¿los catorce meses que llevamos juntos? ¿Tu primera vez? ¿Nuestra promesa de estar juntos toda la vida?
-- No seas ingenuo. Esas cosas las dice uno cuando está apendejado, con las hormonas hasta el tope. Eso ya pasó. La vida debe seguir.
-- Al menos dime que te da él que no te pueda dar yo. Se ve tan poca cosa ese cabrón.
-- Por favor no me preguntes eso.
-- Tengo derecho a hacerlo, quiero entender que nos pasó.
-- A ti no ta ha pasado nada. No eres tu, soy yo. Y por favor no insistas en tratar de entender.
-- No manches. Dime en que fallé. Al menos dime eso.
-- No, te haría daño. No te lo diré.
-- Por favor. Dímelo y te prometo no molestarte nunca más, pase lo que pase.
-- OK. Tu lo pediste. Es muy simple: es más hombre que tú. Mis orgasmos son diferentes, increibles, algo que no conocía. Además ...
No pude controlarlo, mi mano golpéo su mejilla. Su nariz empezó a sangrar. En lugar de lágrimas en mi rostro apareció un rictus que pretendía ser una sonrisa.
-- ¡Vete a la chingada! ¡Sí, el será poca cosa comparado contigo, ni siquiera sabe quien es Neruda, pero me coge como tu nunca lo hiciste!
La miré fijamente por algunos segundos y caminé hacia la nada con las manos metidas en los bolsillos.
Aquel cabrón la engañó con la empleada de la tortillería y eso causó el fin de su noviazgo.
Semanas después la descubrí semioculta en las cortinas de su ventana. Me seguíó con la mirada hasta que doblé la esquina. Lo siguió haciendo por más de tres meses.
La extrañé por varios años. Aun ahora la recuerdo, como si entre nosotros existiera un hilito de amor que se va adelgazando lentamente, pero que nunca acabará de romperse.
Y no, no las prefiero cabronas.
Sin embargo son tan necesarias como la leche de la CONASUPO, como la mañana, como un trago a las nueve de la noche en una cantina de la Guerrero. Eso es lo más cabrón: las necesito, las adoro. Sin ellas yo sería un trazo de grafitti en la pared, un escupitajo en el aserrín de 'Los Recuerdos del Porvenir', la fétida cobija de un chavo de la calle.
Mis mujeres se han ido en paz, con el boleto de regreso abierto. Salvo excepciones.
Ella, Tania, escogió el peor momento para irse, y la peor manera. Era una bella mujer de veintiun años, con su sexualidad en crescendo, de la cual participaba yo en esas largas reuniones en hoteles cercanos a San Cosme, en 'la costera' de Tlalpan, en donde nos cogiera la calentura. Es difícil precisar quien poseía a quien. Quien era el amo y quien el esclavo. Quien decidía cuando y como. Yo rondaba los treinta, así que me sobraban anímos para seguirle el paso.
Me pude haber casado con ella. Así estuve de enamorado. Tal vez debí hacerlo, aunque a la larga ella hubiera sido la víctima de mis locuras, de mis necedades, de mi cinismo.
Nuestro poema favorito era 'Te amo' de Benedetti. Se lo decía bailando con ella, besándola, haciéndole el amor, durante el cariñito postcoital que nos encantaba. Juntos descubrimos a Sabines ("-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué?"), juntos recitábamos sus versos tocándonos desnudos. Juntos gritábamos de amor al desfogarnos. Disjuntos nos iremos al infierno después de haber construido nuestro cielo --un cielo de interés social, pero nuestro -- en la misma tierra, pegado al asfalto, cruzado por ejes viales y huérfano de segundos pisos en aquellos años entre los setentas y los ochentas.
Finalmente se fue. De mal manera. Se enamoró de otro cabrón. O al menos eso creí en ese momento. Les cuento.
Una tarde decidí darle la sorpresa e ir por ella a la escuela. La vi a lo lejos, en un puesto callejero, con su eterno compañero de estudio. Me acerqué a ellos y a poco metros noté que ella tenía su brazo rodeando su cintura. Su brazo se separó, bajo y le acarició las nalgas. Sí, ella le apretó las nalgas a él. Me acerqué. La llamé por su nombre. Volteó. Palideció. Me alejé sin decir una sola palabra.
Me llamó al día siguiente.
-- Quiero hablar contigo. Creo que debemos terminar esto como cuates.
Acudí a la cita. Ella fue al grano.
-- Sólo seguí tu filosofía: "Uno debe ser feliz a pesar de todo".
-- ¿Y nuestro amor?, ¿los catorce meses que llevamos juntos? ¿Tu primera vez? ¿Nuestra promesa de estar juntos toda la vida?
-- No seas ingenuo. Esas cosas las dice uno cuando está apendejado, con las hormonas hasta el tope. Eso ya pasó. La vida debe seguir.
-- Al menos dime que te da él que no te pueda dar yo. Se ve tan poca cosa ese cabrón.
-- Por favor no me preguntes eso.
-- Tengo derecho a hacerlo, quiero entender que nos pasó.
-- A ti no ta ha pasado nada. No eres tu, soy yo. Y por favor no insistas en tratar de entender.
-- No manches. Dime en que fallé. Al menos dime eso.
-- No, te haría daño. No te lo diré.
-- Por favor. Dímelo y te prometo no molestarte nunca más, pase lo que pase.
-- OK. Tu lo pediste. Es muy simple: es más hombre que tú. Mis orgasmos son diferentes, increibles, algo que no conocía. Además ...
No pude controlarlo, mi mano golpéo su mejilla. Su nariz empezó a sangrar. En lugar de lágrimas en mi rostro apareció un rictus que pretendía ser una sonrisa.
-- ¡Vete a la chingada! ¡Sí, el será poca cosa comparado contigo, ni siquiera sabe quien es Neruda, pero me coge como tu nunca lo hiciste!
La miré fijamente por algunos segundos y caminé hacia la nada con las manos metidas en los bolsillos.
Aquel cabrón la engañó con la empleada de la tortillería y eso causó el fin de su noviazgo.
Semanas después la descubrí semioculta en las cortinas de su ventana. Me seguíó con la mirada hasta que doblé la esquina. Lo siguió haciendo por más de tres meses.
La extrañé por varios años. Aun ahora la recuerdo, como si entre nosotros existiera un hilito de amor que se va adelgazando lentamente, pero que nunca acabará de romperse.
Y no, no las prefiero cabronas.
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1 comentario:
Hombres necios que acusais
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpais.
Sor Juana Inés de la Cruz.
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