sábado, 14 de abril de 2007
Todas las mujeres
La tarde se llenó de tonos naranja. Al entrar a la calle de Gante sentí que te pegabas a mi gracias al frío vientecillo de noviembre que suele anunciar nuestros benévolos inviernos. La ciudad de México, tranquila en ese crepúsculo de jueves, nos había acogido una vez más. Era el marco perfecto para nuestros intentos de acompañar nuestras soledades. Las visitas a las innumerables y bellas iglesias me recordaban, cada vez, tu apego a la religión: al entrar en ellas te santiguabas, bajabas la cabeza humildemente y al volver la cara hacia el frente tus ojos azules anunciaban que ya te habías otorgado el permiso para el gozo estético del templo. Te transformabas en una ávida consumidora del arte sacro. Me explicabas las características de cada cuadro, del manejo de la luz, de la técnica pictórica usada, del contexto histórico y religioso en que se pintó cada cuadro, el pasaje de la Biblia que se ilustraba con las varias escenas de algunas obras. Tu visión de Diós, tú Diós, se volvía estética, histórica, gozosa. Esta es la parte en que ambos coincidíamos. Sin embargo, cuando empezabas las explicaciones yo prefería ver tu rostro, tu ojos, ver que de tu boca salían palabras sabias, conocedoras, contundentes. Tu imagen, la de tu esbelto cuerpo, brazos y manos me decían más que el mismo cuadro. Me transmitían las emociones del autor, del santo inmolado, de la virgen en éxtasis por razones ¿divinas?
Como siempre, acabamos en alguna de las cantinas del centro histórico. Tú, cerveza oscura, yo, tequila doble, derecho, con sangrita y muchos limones. A pesar de que habían pasado sólo tres meses desde que nos conocimos realmente nos habíamos reunido pocas veces --setenta kilómetros separan nuestras ciudades --, así que casi en cada visita me preguntabas cual era la mejor manera de tomar el tequila, y yo, pacientemente, te explicaba que no sabía cual era la mejor manera, pero que te podría hablar de la mía: poner un poco de sal en el limón, exprimir un poco del zumo en la boca, retenerlo y tomar un poco de tequila. La mezcla de los ingredientes debe hacerse en la boca, te explicaba, no en el caballito, eso me parece una barbaridad. En ocasiones hay que dar un pequeño sorbo a la sangrita, siempre posterior al trago de tequila, en momentos separados por algunos segundos.
Mientras tomabas tu cerveza observaba la claridad de tu mirada. Esa mirada que siento que me atraviesa, que mira, de golpe, hasta el fondo de mis pensamientos más recónditos; que te permite, casi de manera infalible, predecir lo que te voy a decir, lo que estoy a punto de hacer con tu cuerpo, que casi me guía cuando me pierdo en el inmenso valle de posibilidades que tus largas, larguísimas piernas me prometen.
Tu representas, en este momento de mi vida, a todas las mujeres del mundo. Para mi eres un modelo de la mujer moderna: autosuficiente, madura, valiente, segura de sus encantos. Tu amor, ese extraño amor que a veces tengo que pedirte que lo concretes en palabras, es diferente a todo y la suma de todos los amores posible. Mantienes un atractivo equilibrio entre un aparente desinterés por mí y una entrega total cuando lo reclamo. Tu amor lo descubro en detalles casi imperceptibles: una caricia inesperada, esa sonrisa tuya que viene desde muy profundo, esa casi incondicional disponibilidad para nuestras locuras, esa furia con que solemos amarnos, esa dulzura con que me recibes el café matutino en el lecho.
Después de un poco de botana cantinera y de algunos tragos regresamos al ruido de fondo de la antigua Tenochtitlan. Caminamos hasta la Alameda para recoger tu auto. Me llevaste hasta mi departamento y decidiste, esta vez, no entrar; pero prometiste volver el sábado y pagar con creces la premura por llegar a tu ciudad. Un beso selló nuestro acuerdo. Pasaré dos días más deseándote, planeando minuciosamente esa tarde sabatina que parece lejanísima, pero con la certeza de que será inolvidable, intensa.
Eres mí compañera feliz en este deambular errático por ciudades y selvas. Eres todas las mujeres del mundo. Eres mía. Eres. Soy.
Como siempre, acabamos en alguna de las cantinas del centro histórico. Tú, cerveza oscura, yo, tequila doble, derecho, con sangrita y muchos limones. A pesar de que habían pasado sólo tres meses desde que nos conocimos realmente nos habíamos reunido pocas veces --setenta kilómetros separan nuestras ciudades --, así que casi en cada visita me preguntabas cual era la mejor manera de tomar el tequila, y yo, pacientemente, te explicaba que no sabía cual era la mejor manera, pero que te podría hablar de la mía: poner un poco de sal en el limón, exprimir un poco del zumo en la boca, retenerlo y tomar un poco de tequila. La mezcla de los ingredientes debe hacerse en la boca, te explicaba, no en el caballito, eso me parece una barbaridad. En ocasiones hay que dar un pequeño sorbo a la sangrita, siempre posterior al trago de tequila, en momentos separados por algunos segundos.
Mientras tomabas tu cerveza observaba la claridad de tu mirada. Esa mirada que siento que me atraviesa, que mira, de golpe, hasta el fondo de mis pensamientos más recónditos; que te permite, casi de manera infalible, predecir lo que te voy a decir, lo que estoy a punto de hacer con tu cuerpo, que casi me guía cuando me pierdo en el inmenso valle de posibilidades que tus largas, larguísimas piernas me prometen.
Tu representas, en este momento de mi vida, a todas las mujeres del mundo. Para mi eres un modelo de la mujer moderna: autosuficiente, madura, valiente, segura de sus encantos. Tu amor, ese extraño amor que a veces tengo que pedirte que lo concretes en palabras, es diferente a todo y la suma de todos los amores posible. Mantienes un atractivo equilibrio entre un aparente desinterés por mí y una entrega total cuando lo reclamo. Tu amor lo descubro en detalles casi imperceptibles: una caricia inesperada, esa sonrisa tuya que viene desde muy profundo, esa casi incondicional disponibilidad para nuestras locuras, esa furia con que solemos amarnos, esa dulzura con que me recibes el café matutino en el lecho.
Después de un poco de botana cantinera y de algunos tragos regresamos al ruido de fondo de la antigua Tenochtitlan. Caminamos hasta la Alameda para recoger tu auto. Me llevaste hasta mi departamento y decidiste, esta vez, no entrar; pero prometiste volver el sábado y pagar con creces la premura por llegar a tu ciudad. Un beso selló nuestro acuerdo. Pasaré dos días más deseándote, planeando minuciosamente esa tarde sabatina que parece lejanísima, pero con la certeza de que será inolvidable, intensa.
Eres mí compañera feliz en este deambular errático por ciudades y selvas. Eres todas las mujeres del mundo. Eres mía. Eres. Soy.
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