jueves, 28 de agosto de 2008

El cerro de San Gabriel

Al regresar en auto de un fin de semana en Perote, Veracruz, Anabel, mi curiosa sobrina de 10 años, me gritó casi al oído:

-- ¡Tío, mira ese cerro! ¿Ya viste lo que dice? ¡Y todo con puras piedras blancas!

-- ¡Anabel, casi me dejas sordo! ¿Qué dice? No puedo distrarme, hay demasiadas curvas en esta carretera. Léelo para enterarme de lo que dice.

-- Si tío: 'Gracias Madre Mía. EC' y hay una gran cruz junto al letrero.

-- Pues eso dice, ¿satisfecha? -- Su respuesta fue inmediata y típica de ella.

-- ¿Quién la escribió? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¡Dime tío, dime!

-- ¡Anabel!, ¿cómo voy a saber eso? Nunca habíamos pasado por aquí. No seas impertinente.

-- ¿Ya ves que no sabes todo? Ya te caché que eres un mentiroso.

-- Nunca he dicho que yo se todo, no digas sandeces Anabel.

-- Pero me has dicho que lo que no se sabe se puede investigar. ¿Estará en internet lo que te pregunto?

-- No Anabel, no creo que esté.

-- Muy bien, entonces vamos a preguntar y ponemos todo en la Wikipedia, ¿si tío?

Minutos después entramos a San Gabriel, un pequeño poblado al pie del cerro con el 'misterioso' letrero. Anabel no se pondría en paz hasta que sus preguntas tuvieran algunas respuestas. No importa si eran ciertas o fruto de creencias populares.

Busqué el tendajón que se viera más antiguo. Mi auto avanzaba dando tumbos en calles empedradas, seguido por dos perros que no dejaban de ladrar y que nos acompañaron hasta 'La Valenciana', una grande miscelánea en la que igual se podía comprar azúcar que aperos de labranza.

Entramos, pedí un Boing de mango para Anabel y para mi una cerveza Sol, helada como nalga de difunto.

El encargado del negocio, un señor con cara de campesino, moreno, alto y bigotón, no dejaba de limpiar el mostrador con una vieja jerga gris, que evidentemente estaba más sucia que la superficie de madera.

Aspiré hondo, me repetí mentalmente que Anabel pagaría por hacerme pasar esto y solté la pregunta:

-- Oiga Don ¿tiene mucho el letrero religioso en el cerro?

Don Humberto, que así resultó llamarse el patrón de la tienda, dejó de limpiar. Sacó una caja de Faritos de la bolsa de su camisa, tomó un cigarrillo, lo encendió con un Bic de plástico, me miró fijamente y dijo:

-- ¿Pa' que quiere saber eso? ¿Es usted comunista o de la SEMARNAT o puro metiche?

-- Creo que lo que mejor me define, nos define -- dije apuntando a Anabel, que nos miraba desde atrás del envase de vidrio del Boing que sostenía en la boca -- es lo último: un par de curiosos que siempre andan en busca de historias, Don ...

-- Humberto Arreola, pa' servir a ustedes y a Dios.

-- Gracias Don Humberto. Ella es Anabel, mi sobrina y yo soy Romualdo. ¿Sabe algo sobre el letrero del cerro?

-- ¡Claro! Todo el pueblo conoce la historia. Ese letrero tiene como veinte años. Lo puso, con sus propias manos, la señora Esther Corona.

-- ¿Ella sola lo hizo? ¿Sin ayuda de nadie? -- preguntó mi sobrina.

-- Bueno, algunos le ayudamos a pintar las piedras blancas con lechada de cal, esas que forman el letrero y la cruz.

-- ¿Lechada de cal? ¿Qué es eso tío? -- preguntó Anabel volteando al envase de Boing para cerciorarse que ya ni tenía ni una sola gota.

-- Eso se usa mucho por acá niña -- intervino Don Humberto--. Es una mezcla de agua con cal, se usa mucho para pintar paredes, banquetas e impedir que algunas plagas le peguen a los árboles. Cada una de las piedras que forman el letrero se baña con esa lechada, pa' que se note y se vea desde muy lejos.

-- ¿Oiga Don, y por qué la señora Esther puso ese letrero? ¿De dónde sacó las piedras? -- preguntó mi sobrina mientras se acercaba al refrigerador y sacaba otro Boing, ahora de guayaba.

Don Humberto se sacó el sombrero, se rascó la cabeza. dió la vuelta al mostrador y nos invitó a sentarnos en una banca hecha con un gran tablón que se encontraba afuera del negocio, cobijada por la enorme sombra de un árbol.

-- Bien, les platicaré la historia.

-- Doña Esther vivía en las afueras del pueblo, muy cerca del cerro. Claudia, su hija, tenía en aquel entonces, por 1990, como 8 años. Era una niña muy linda, pero traviesa como pocas. Le encantaba subirse a los árboles, perseguir ardillas y zorrillos, montarse en cuanto burro y caballo se encontrara. Era un verdadero dolor de cabeza para su santa madre.

Don Humberto se levantó de la banca, entró al tendajón y regreso con una cerveza Victoria en la mano. Se sentó de nuevo y reanudó la historia.

-- Una tarde, como a las 5, Claudia andaba persiguiendo a un pequeño gato dentro de la humilde casa. El gatito, obviamente, huía de la niña pues sabía que si lo atrapaba lo iba a empezar a lanzar por los aires, lo iba a cargar con el rebozo o, peor, iba a inventar que era su bebé que necesitaba un baño. El gató corrió hacia la cocina, Claudia entró sin darse cuenta y volteó la olla de los frijoles sobre el fogón. Lo que ocasionó que la casa se llenara de una mezcla de humo y de vapor, que se perdiera todo un kilo de frijoles que su mamá había puesto a cocer desde hacía tres horas y que Doña Esther empezara a gritar:

-- ¡Claudia! ¡Mira lo que hiciste! ¿Cuándo vas a aprender que no debes correr adentro de la casa! ¡Eres el demonio en persona! ¡Vete de aquí, ahora tengo que volver a prender la lumbre y a poner más frijoles, que crees que me los regalan en la tienda! ¡Muchacha traviesa, vete al cerro no quiero verte por acá en un buen rato!

Claudia puso cara de espanto tomó al pobre gato, que se había distraído con el ruido de la olla y los gritos de la señora, y salió corriendo para ponerse fuera del alcance de las fuertes manos de su madre, que eran muy buenas para echar tortillas, pero también para dar fuertes nalgadas.

Doña Esther se quedó trabada del coraje, refunfuñando en voz baja y empezó a levantar los destrozos que había hecho su salvaje hija.

-- Parece hija del chamuco, ojalá me dejara en paz para descansar y ver la tele un largo rato.

Una vez que todo quedó en orden, que los frijoles estaban otra vez en el fogón y que se empezaba a hacer de noche, Doña Esther se dió cuenta que Claudia no volvía.

-- Ya volverá, pensó secándose las manos en su eterno delantal, en cuanto tenga hambre o el frío del campo la obligue a acercarse al fogón.

Prendió uno de los amarillentos focos pues ya empezaba a oscurecer, tomó una silla de mimbre, la acercó a la infaltable televisión y se dispuso a ver la telenovela de las siete.

No se dió cuenta a que hora se quedó dormida. La despertó el silencio. Ya eran más de las nueve de la noche. Gritó casi mecánicamente:

-- ¡Claudia! ¿En dónde estás? ¿A qué hora regresaste escuincla traviesa?

Allá en la milpa ladró El Pulgas, sus ladridos llenaron la noche, pero la niña no respondía.

La madre de Claudia se empezó a preocupar. La niña sabía que no debería andar sola después de la puesta del sol, mucho menos en la época de lluvia.

Doña Esther volteó hacia el cerro y observó con temor que las nubes estaba muy negras, que amenazaban en convertirse en un fuerte aguacero.

-- ¡Claudia! ¡Claudia! -- gritó con las manos a los lados de la boca, dirigiendo su angustiado reclamo hacia el monte.

Otra vez se escuchó la respuesta de El Pulgas y después nada. El viento arreciaba y olía cada vez más a agua, a lluvia, a miedo.

-- Será mejor que me tranquilice y espere un rato. Tal vez esté en la casa de Doña Chonita, no sería la primera vez que va a jugar con su hija. ¡Pero nomás que venga ya verá como le va a ir! -- musitaba mientras se metía a su casa para guarecerse de la llovizna que empezaba a enfríar la noche.

Ya eran las once de la noche cuando llegó a la iglesia. Tocó con fuerza la puerta del capellán a quién obligó, todavia adormilado, a echar al vuelo las campanas para convocar al pueblo a reunirse en el atrio del templo de San Gabriel.

Pronto se junto mucha gente alarmada por las campanas. Doña Esther explicó a gritos, entre una lluvia pertinaz, que necesitaba voluntarios para buscar a su hija, que hacia ya cuatro horas se había subido al cerro y no había regresado. Que tal vez estaba en alguna cueva o en algun jacal abandonado esperando a que amainara la lluvia. Que por favor la ayudaran a ir a buscarla.

Se juntaron en total 32 voluntarios que con lámparas de pilas, algunas camionetas 4x4 y hasta antorchas improvisadas. Subieron al cerro haciendo una sola línea que medía mas de dos kilómetros. Gritaban, removían las matas, volteaban a lo alto de los árboles buscando en las ramas altas.

Bajaron agotados a las dos de la mañana. Desanimados, cabizbajos, con las botas y los huaraches llenos de un barro que se pegaba como chapopote. Claudia no apareció.

Doña Esther se había quedado con el capellán en la iglesia, rezando por que encontraran a su hija sana y salva; esperando las noticias, buenas o malas, que le traerían los voluntarios que subieron al cerro o que recorrían el caserío.

Ahí fue donde hizo la promesa ante una imagen de la Virgen de Guadalupe:

-- ¡Madre mía, regrésame a mi chiquita! ¡Te prometo cuidarla mejor, no enojarme con ella cuando aparezca! ¡Es más, si aparece sana y salva construiré un gran letrero y una inmensa cruz en el cerro, con piedras del rio, para inmortalizar el milagro y dar a conocer tu infinito amor por tus hijos de San Gabriel!

La Virgen parecía mirarla con amor, como entendiendo su inmenso sufrimiento, como queriendo aminorar su inmensa pena.

Los voluntarios fueron llegando en grupos pequeños a la iglesia. Ahí los esparaba una inmensa olla de café negro y un garrafón de alcohol de caña, pa' recuperar fuerzas y devolverle un poco de calor al cuerpo.

A las cuatro de la mañana todos se fueron a sus casas, con la promesa de seguir la búsqueda en cuanto clareara la mañana.

Doña Esther llegó a su casa cansada de llorar y rezar, arrastrando los pies, arrepentida de haber mandado a su hija al cerro. Se sentía culpable de lo que le pasara a su hija.

Abrió la puerta de su pequeña vivienda, prendió la luz y escuchó una voz que le reclamaba:

-- ¡Mamá, tengo mucha hambre y tu nomás andas en la calle!

La señora corrió a abrazar a su hija, a palpar su cuerpecito para asegurarse que estaba completa, buscando heridas, lodo, pero la niña estaba completamente seca y caliente.

Le volvió el alma al cuerpo y dijo, conteniendo la rabia:

-- ¿En dónde estabas hija de ... mi vida?

-- Pues me metí con mi gato al cuarto en donde guardas el maíz, lo abracé y nos quedamos dormidos. El mínino me despertó hace un rato pues quería leche y hacer sus necesidades.

-- ¿No te fuiste al cerro?

-- ¿Al cerro? ¡Tu me has dicho que no vaya sola! ¡De mensa te hacía caso! Además ya se que siempre te enojas pero al rato se te pasa. Por eso eres una mamá.

Doña Esther la abrazó. Sentía una mezcla de enojo y tranquilidad. Se había prometido que no iba castigar a la niña, así que se acostaron juntas, en un largo abrazo de amor.

Doña Esther tuvo que cumplir su promesa.

-- Nos tardamos, entre casi veinte personas, -- continuaba Don Humberto, después de depachar la segunda Victoria -- como dos meses en escoger las piedras del rio, encalarlas, subirlas al cerro y armar las palabras y la gran cruz. Doña Esther hizo el trabajo más pesado, subir una a una todas las piedras de río. Cuando sentía que flaqueba volteaba a ver a Claudia, que no dejaba de correr por todo el cerro, y continuaba con la tarea que ella sola se impuso.

-- ¡Esa es la historia, par de curiosos! -- dijo Don Humberto levántándose con trabajos de la improvisada banca, con la botella de cerveza vacía entre las manos.

-- Gracias señor, es una historia muy bonita. Pero no nos dijo que quieren decir las letras E y C del letrero.

- ¡Ah que niña tan fijada, temía que lo preguntaras! Pues hay dos versiones sobre esas letras, ninguna de ellas confirmada por la mamá de Claudia. La primera dice que son las iniciales de la señora Esther Corona.

-- ¿Y la segunda? -- preguntó entusiasmada Anabel.

-- La segunda, la segunda -- repetía Don Humberto volteando a verme y rascándose la cabeza, como dudando de decir la otra versión

-- ¡Si, la segunda versión! -- exigía mi terrible sobrina.

-- Pues la segunda versión dice que esas dos letras significan: Escuincla Cabrona.

Anabel abrió mucho los ojos, me miró y no pude más que levantar los hombros ante esa revelación. Mi sobrina se acercó a Don Humberto y con un beso en la mejilla le agradeció se hubiera molestado en contarles la historia del letrero en el cerro de San Gabriel.

2 comentarios:

josech dijo...

Muy buena historia roberto. :)

Anónimo dijo...

Que historia... me angustié y me reí bastante...buena descripción de una mamá ;-)