Algo olvidado mi blog "El alumo más pequeño de Guillermo Prieto", hice esta entrada para aumentar la presencia en la red de Enrique Loubet Jr., gran periodista, excelente amigo y personaje extraño y detestable, todo al mismo tiempo, y muchas cosas más.
Por alguna causa, desde la lejanía hoy busqué el nombre de Enrique en Internet, y me vine a enterar de que había fallecido en enero de este año. No me extrañé, había vivido muchos años y a una velocidad vertiginosa. Busqué luego una foto en la red para darlo a conocer a mi entorno actual, y descubrí con tristeza que no había ni una, o al menos no la encontré después de una larga búsqueda.
Quizá eso es lo correcto para un personaje más adecuado para las tertulias literarias del Madrid de 1920 y los saraos culturales de los años 40 en la ciudad de México que para un siglo XXI de Internet y teléfonos celulares. Enrique abominaba de la grabadora, y trabajó siempre con bolígrafo y libreta o, a falta de ésta, cuartillas dobladas en cuatro, su aguda mirada y, sin duda, su estilo singularísimo de vida y periodismo.
Conocí a Enrique Loubet cuando sustituyó al maestro Edmundo Valadés en la sección cultural de Excélsior (cuando aún era un gran periódico). El maestro Valadés me abrió las puertas del diario y de su legendaria revista El Cuento, marcando mi vida periodística y literaria, y me pidió que me quedara yo en Excélsior cuando él se marchó.
Fue Mario Méndez Acosta, compañero de mil batallas, quien me llevó al edificio adjunto a la sede del diario, a la oficina de Revista de revistas, para que conociera al nuevo director de la sección, Enrique Loubet Jr. A mí me preocupaba mi columna, "Circuito impreso", porque era mi tribuna única, pero un atrabiliario caballero de bigotes alacranados de estilo antiguo, largo pelo blanco, fieros ojos tras las gafas y voz rotunda me exigió que, para seguir en la Sección Cultural, tenía yo que escribir también para Revista de revistas, la publicación madre de la casa Excélsior y, probablemente, el último gran amor de su último director. Loubet sonaba atrabiliario y descontrolado, hasta que propuso bajar al bar Ambassadeurs a tomar una copa. Ya aprendería yo que Enrique sabía lo imponente que resultaba y le divertía parecer un ogro para luego mostrar su lado amable, pero que en general era inofensivo.
La entrega de las colaboraciones, las copas en la cantina "Reforma", en el "Amba" o en algún otro lugar al que había que ir porque yo no usaba corbata (para enfado de Loubet) y en el "Amba" era obligatoria, se sumaron a las comidas en establecimientos que iban desde taquerías callejeras hasta el restaurante del gastrónomo Luis Marcet, las tardes en el remozado y rescatado hipódromo, las noches en el frontón México, las conversaciones interminables. Enrique me propuso ser redactor de la revista, yo acepté de medio tiempo, para no depender del periodismo cosa que, en aquél entonces al menos, condenaba al reportero a la dependencia de los "favores" gubernamentales, a la corrupción, en una palabra. Los salarios del periódico eran irrisorios, pero la directiva sabía perfectamente que serían complementados por las relaciones políticas del reportero y las comisiones propias de la publicidad que consiguiera. No fui nombrado jefe de redacción, me enteré meses después, porque a ojos de Enrique yo era "comunista", lo cual le preocupaba en exceso.
(Un reportero cobraba el "sobre" semanal del cohecho preventivo de su fuente gubernamental o paraoficial, más comisión sobre la publicidad que esa fuente, dependencia o secretaría comprara en el periódico o sus publicaciones. Y esto no ocurría sólo en Excélsior, era una norma con pocas excepciones en esos tiempos. Como simple redactor de Revista de revistas, una dependencia del gobierno del DF me ofreció "sobres semanales" que efectivamente me cuadruplicaban el sueldo. Mi negativa a aceptarlos no fue bien recibida y se vio como prueba adicional de mi falta de adhesión al régimen.)
Era en política donde chocábamos más, aunque Enrique podía montar en cólera por asuntos de fútbol, de mujeres o de geografía, daba igual. Enrique se consideraba un conservador "al estilo inglés", con un dejo de monarquismo exacerbado muy al modo de Dalí, que era, sólo Enrique sabía en qué proporción, parte sincero, parte provocador, parte rebelde contra las cosas contra las que por lo demás no hablaba nunca. Esto chocaba con su pasado como refugiado en México de la Guerra Civil Española, que no negaba, por el contrario lo consideraba lucha contra el fascismo y él, como conservador caballero inglés (nacido en Bilbao), abominaba del fascismo, exactamente como Churchill, al que citaba con frecuencia.
Enrique era entrañable aunque a veces hiciera difícil quererlo. Porque cuando no hablábamos de política el universo entero era su espacio. Hablaba de ciencia con conocimiento, habiendo dirigido la revista "Comunidad CONACyT", del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología del gobierno mexicano. Hablar de literatura con él era delicioso. En el mundo del toro coincidíamos hasta las lágrimas por la pasión que teníamos ambos y que yo conservo por esa fiesta (tan fuera de tiempo como el propio Enrique), por nuestra convicción de que el toro era el centro del tema. Nos divertimos como nunca cuando hicimos una serie de revistas sobre la temporada de la Plaza México. Hicimos una historia de la Guerra Civil Española en una larga serie de números consecutivos de la revista, que nos permitió conocer el lado tenuemente socialista de Loubet, que ocultaba rápidamente llamándonos a todos "rojetes y reojetes". Compartimos el 75 aniversario de Revista de revistas, por entonces decana del periodismo mexicano. Compartimos el terremoto de septiembre de 1985 y lo reporteamos en la revista con un aseo que aún hoy me enorgullece. Y discutimos, gritamos y bebimos.
Quizá lo que mejor pinta a Enrique es que siempre mantuvo las puertas de la revista abiertas a los aspirantes a periodistas (estudiantes o no) que pedían "una oportunidad". Nunca un joven aspirante salió de la revista sin una orden de trabajo improvisada por Enrique sobre los miles de temas que dominaba. Y lo que define sus rasgos como en un retrato de Goya es la ocasión en que, puesto a corregir el artículo de una pareja de estos jóvenes en una mesa del Ambassadeurs, se enfureció con un error de los redactores y atacó las hojas con sus marcadores de colores, escribiendo críticas e improperios contra los autores en su inimitable estilo. Al día siguiente, me llamó a su despacho y me dijo que no podía devolverle ese original a los jóvenes periodistas, porque sus críticas eran feroces y despiadadas. Acordamos que destuiríamos el original, aduciríamos que se había extraviado y Enrique les pediría una reescritura salvando el error que lo había sacado de sí la noche anterior. Simplemente, no quiso lastimar a dos jóvenes periodistas.
En 1986 me fui a vivir a la ciudad de Querétaro y dejé mi escritorio de la revista. Mis colaboraciones con Enrique se fueron diluyendo poco a poco, involuntariamente, y las de la sección cultural del diario por cuestiones del nuevo encargado, lo que me llevó a un día cruzar la calle de Bucareli, subir a la oficina de Paco Taibo I en El Universal y pedirle la oportunidad de colaborar en la sección cultural que dirigía. Me ordenó un artículo para el día siguiente, y seguí en El Universal hasta mi salida de México.
La última vez que vi a Enrique, hace quizá diez años, había sufrido un accidente y tenía un ojo nublado, pero aún hablaba con la autoridad de un maestro que sabe, sin duda alguna, que su altanería y arrogancia están sustentadas en una labor periodística a todas luces admirable, y en una calidez humana que nunca pudo ocultar del todo tras la "paersona" que se construyó tan bien que muchos nunca supimos dónde acababa exactamente.
Enrique me enseñó mucho, de periodismo, de caballos, de literatura, de cine, de temas interminables como nuestras noches de copas. Lo quise como se quiere a un maestro que se convierte en amigo. Lo admiré como profesional y lo enfrenté como inexplicable defensor del oficialismo gubernamental mexicano. Sus contradicciones no fueron, sin duda, mayores que las que tiene cualquiera, y si en su caso se magnificaban era porque en Enrique todo era exagerado, todo era extremista, todo era "lo más" o "lo menos".
Murió querido, admirado y reconocido como el último de su especie, que nunca fue demasiado abundante. Que no sea olvidado es tarea de quienes le quisimos entrañablemente.
Mauricio-José Schwarz
Ese mail me trajo a la mente el día en que conocí a Enrique:
Yo tuve oportunidad de tomar una copas con Enrique en la famosa cantina La Opera, en alguna ocasión en que Rafael Fernández Flores, mi viejo amigo de la FES Cuautitlán de la UNAM, me invitó a compañarlo al centro de la ciudad, en algún momento previo a 1990.
Estuvo, además, una chica de nombre Martha, quien acompañaba a Enrique. Ella tuvo posteriormente un papel importante en Excelsior: se trataba de Martha Anaya.
En esa ocasión el mismísimo Carlos Monsiváis entró a la cantina, se acercó a nuestra mesa a saludar a Enrique y él nos lo presentó a los tres jóvenes que estábamos en la tertulia.
Rafael Fernández tenía entonces una columna en Revista de revistas, casi estoy seguro que se denominaba 'La ciencia es juego de niños'.
Cuando te conocí, Noc, en alguna fiesta de PCM, platicamos de Rafael, nuestro amigo común; esto fue un poco antes de que marcharas a España.
Sirva esto para colaborar a que el olvido no se trague a Enrique.
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