Descanse en paz Doña Fernanda.
Lo nuestro no fue amor a primera vista. Fue, tal vez, amor a primera probada. Los que me conocen, conocen también la historia. Laura y yo nos hicimos novios primero; después nos quisimos; al último nos enamoramos. Todo al revés. Y acaso por culpa de aquella primera probada.
Se me había reventado una úlcera y no podía comer más que gelatinas y otras miserables blanduras. Laura fue a verme a la casa. Todavía ni siquiera nos llevábamos bien (no sabía el nombre de sus hermanos, si tenía o no mascota, a qué se dedicaba los fines de semana.). Yo vivía solo en aquel entonces y estaba comiendo lo que mi poca imaginación culinaria me brindaba. Y lo que mi dolor abdominal me permitía. "Te voy a hacer una sopa", dijo, al ver que mi dieta (comprada, además) era deplorable. Mi primer pensamiento fue que era una metiche. Todavía no nos llevábamos bien, ni siquiera puedo decir que fuéramos amigos. Me parecía que se pasaba de lista con su oferta. Pero igual, Laura fue al súper y volvió con lo necesario para hacer la mejor sopa de verduras con pollo que he probado en mi vida.
Dicen que al hombre se le llega por el estómago. Y al menos con este hombre funcionó. Sé que Laura no me estaba conquistando, pero lo mismo me tuvo a sus pies con esa sopa. Y varias secuelas más. Honor a quien honor merece: Laura es una estupenda cocinera gracias a su mamá. La señora Fernanda enseñó a sus tres hijos a cocinar como si esto fuera igual de importante que el leer y escribir. Ahora puedo decir que acaso lo sea, porque los hermanos Dietrich hacen suyas las recetas de cocina del mismo modo que Glenn Gould abordaba a Bach: virtuosamente y a primera vista. Ya quisiéramos muchos tal soltura, en la cocina o fuera de ella. Laura puede seguir las instrucciones para hacer un filete mignon o unos chiles en nogada, unos dedos de novia o una tarta tatin, una paella o un pastel imposible, aunque nunca lo haya intentado en su vida, ejecutar a la perfección, improvisar en el proceso y, de ribete, conseguir al final un platillo que haría a un profesional aplaudir de pie, pedir el encore. y chuparse los dedos. Ustedes disculparán mis pobres metáforas pero sé de lo que hablo. Alguna vez la Laureana estudió gastronomía -por no dejar- y sus maestros siempre se mostraban asombrados ante su naturalidad, ante su lirismo.
Honor a quien honor merece. No es un asunto de talento nato. La señora Fernanda, la mentora, se la vivía en la cocina. Sé que suena chambón y estereotipado, pero en su caso era cierto. La señora Fernanda no era más feliz en ningún otro lugar y hasta ahí arrastró a sus hijos. Tal vez sea la única mamá de la que yo tenga noticia que pedía, los diez de mayo, preparar su propio banquete. Planeaba las viandas como un curador diseña una exposición. Y con una mañana tenía para conseguir el milagro. ("Lo difícil es que parezca fácil", decían de Horowitz, si no me equivoco). Varios aparatos eléctricos y cuatro hornillas funcionando a la vez en una mágica y coreográfica disposición era todo lo que necesitaba. Al final, no tengo que decirlo, los homenajeados parecíamos nosotros. Ni para qué hablar de las navidades o las fiestas patrias. A la hora de los postres, al verla sonriente, me recordaba aquello que se contaba de Gershwin: que, en las tertulias, no había necesidad de invitarlo a tocar el piano, él mismo se sentaba a amenizar por sí solo. Lo justificaba diciendo que así todos en la fiesta estarían contentos. "Si otro fuera el que tocara, al menos una persona triste habría en la sala: yo".
La señora Fernanda no tenía estudios ni diplomas, pero sí la poesía en sus manos. Y la transfomaba en poemas de la única forma que sabía: cocinando.
Alguna vez se lo dije y se ríó de mí, achacándome que era yo un exagerado. En venganza, le dediqué mi libro infantil "Mi abuelo es poeta", condenándola a aparecer, por toda la eternidad, en la misma página que Sabines, Pellicer, Lorca, Guillén y Borges (otros poetas que también admiro). Pero ni con esto conseguí que dejara de achacarme mis exageraciones, cosa que nunca me importó. A mí con que me siguiera preparando el café tan delicioso, acompañado de ese pan marmoleado que hacía a ojos cerrados, me bastaba.
El sábado en la mañana, la señora Fernanda nos dejó. Después de dar la batalla al cáncer de pulmón por tres larguísimos meses, decidió llevar su magistral ejecución a otra parte. Deja en su lugar un silencio que abruma, que ensordece. Deja una audiencia muda, impávida y (en más de un sentido) desconcertada, una audiencia entre la que se cuenta un servidor y que lamenta la horrible certeza de no poder escuchar más sus notas. Quisiera poder recordar cuándo fue la última vez que comí en su mesa pero la memoria me juega en contra. Se acostumbra uno tanto a los prodigios que los cree cotidianos y los supone eternos. Pienso en algún estúpido yerno de Rubinstein, por ejemplo, creyendo que Chopin suena igual en cualquier teclado.
Recuerdo, no obstante, cierta plática que sostuve con ella en el hospital. Le habían retirado ya todos los alimentos. Llevaba días sin comer, con el paladar mutilado. Llevaba días atada al respirador y a una monstruosa mascarilla. A causa de una posible neumonía la alimentaban como ningún ser humano jamás debiera ser alimentado. Y tal vez por ello es que hablamos de lo que se le antojaría comer en caso de ser dada de alta, en caso de ser enviada a su casa. Pensé en alguna sonatina de Clementi cuando oí su respuesta, pero evité las lágrimas. Juro que me mantuve de una pieza.
La señora Fernanda, al final, consiguió volver al hogar, consiguió morir entre los que la amaban, pero no pudo volver a comer en forma. Acaso por ello es que decidió desobedecer el designio y retirarse para siempre de la mesa.
Sopa de pasta. Un bistec asado. Agua de jamaica. Eso fue lo que paladeó en su imaginación aquella tarde en el hospital. Uno esperaría oír mencionar a Rachmaninoff en respuesta. Beethoven. Brahms. Y en cambio.
Ustedes disculparán mis fallidas metáforas. La pena es mala consejera.
Descanse en paz María Fernanda Esquivel de Dietrich, portentosa ejecutante, suegra inolvidable, irrepetible poeta.
Slv22
Toño
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