martes, 22 de abril de 2008

A ritmo de danzón

Don Enrique salió del cuarto de baño con la toalla en la cintura, echó un ojo al viejo reloj de pared y se alegró de que apenas fueran las 9:15 de la noche. Se acercó a la cama en donde descansaban una camisa negra y un pantalón del mismo color, una corbata gris, calcetines oscuros nuevos y unos tirantes color vino.

En menos de diez minutos se observaba en la luna del ropero. 'Nada mal para alguien de más de cincuenta' pensó al ver su silueta que hace diez años debió haber sido esbelta y elegante.

Se sentó al borde de la cama, tomó el zapato derecho para ponérselo. Piel negra y blanca desde luego, y asintió al ver que lucía tan reluciente como cuando nuevo. Ese par era exclusivamente para las noches especiales, como ésta.

Se colocó el saco blanco que momentos antes descansaba en el respaldo de una antigua silla de madera y mimbre, se aplicó bastante Agua de Colonia Sanborns en la cara y en el cuello y se peinó el pelo canoso hasta que le satifizo lo que veía en el espejo.

Colocó en la bolsa interior del saco un clip de plata con algunos billetes de viente y cincuenta, un encendedor metálico, su luída cartera y los lentes bifocales que seguramente no saldrían en toda la noche: podría bailar danzón y tango con los ojos cerrados o con la luz apagada. Conocía de sobra cuantos pasos se requieren para recorrer la pista del Salón Aires del Tiempo.

Salió al patio central de la vecindad, aspiró hondo, se llenó los pulmones con los olores propios del barrio. Con gusto se detendría en el puesto de Doña Leticia a comerse una quesadilla de flor de calabaza, pero las prisas y los dientes recién lavados le aconsejaron no hacerlo, ya habría tiempo de comer algo en la madrugada.

El sabía que el grupo de amigas llegaba puntualmente a las nueve, que como siempre se sentarían en la mesa más alejada de la orquesta pero a unos pasos de la pista. Que pedirían una de a litro de Bacardí blanco, tres cocas y tres tehuacanes. Que Pancho, el mesero, les llevaría, además, una hielera de plástico con hielo en cubos y un tazón con chicharrones de harina. La salsa Valentina nunca faltaba en cada mesa. Que empezarían a tomar en silencio, mirando a la puerta con la esperanza de que llegara gente nueva.

De los parroquianos habituales ellas conocían casi todo: quién está casado, quién es un borrachales, quién apesta a grasa de camión y mugre de varios días, quién va solamente a levantar a las desesperadas que se mueren por un acostón, quién baila como si tuviera dos pies izquierdos y quién las podía llevar en la pista como por las nubes.

Por eso un nuevo personaje siempre era atractivo: llevaba consigo la esperanza de encontrar a alguien que las tratara como se merecían, que no las viera como un par de nalgas o de tetas. Que fuera "atento, sincero, divertido, trabajador", un futuro marido. O al menos alguien que entendierá que el danzón es una manera de hacer el amor en la pista, pero sin consecuencias, sin ataduras, con arte.

Don Enrique llegó después de las diez, cuando ellas ya habían apurado casi al mitad de la botella de ron. Las cuatro amigas ya estaban más relejadas, más dispuestas a bailar casi con cualquiera, pensando que después de todo alguno de los presentes podría cambiar un poco si se casaba con una buena mujer, como lo eran ellas. El alcohol, el ambiente y la insistencia de los caballeros lograban que su resistencia fuera a la baja. Al final todas acababan bailando. Todas, menos Argentina.

Argentina nunca bailaba. No desde que murió su marido en aquel terrible accidente cuando regresaban de Oaxtepec. El autobús que habían alquilado para el viaje había acabado en el fondo de una barranca poco profunda, a unos kilómetros de San Pedro Atocpan. No hubo mucha pérdidas humanas; de hecho el esposo de Argentina fue el único difunto. Ella y varios de sus vecinos pasaron algunas semanas en el Seguro Social o en la Cruz Verde antes de ser dados de alta y regresar a la vida normal.

Desde entonces ella sólo veía bailar a sus amigas. Nadie se arriesgaba a proponérselo. Era de todos sabido la insultante manera con que rechazó a aquel muchacho imberbe que trató de bailar con ella cuando se animó a regresar al salón ya como viuda. Gritos, llanto, insultos, más llanto. Solo los nuevos lo intentaban, pero eran rechazados con firmeza y sin dejar duda de que su airado 'no' era definitivo y no una manera de hacerse la interesante.

Todo mundo aseguraba que era una manera de guardarle luto a Cayetano, su difunto esposo, que fue bueno para el danzón y el swing. El y Argentina habían ganado un concurso de aficionados que organizó la XEW a finales del siglo pasado. Se llegó a rumorar que a través de las cortinas de la vivienda de Argentina era común ver su silueta bailar sola y con torpeza después de regresar del salón de baile. '¡Los efectos del exceso del ron¡' aseguraba Tere la del 17.

Don Enrique bailó poco esa noche. Sólo las clásicas, sólo con las mejores para el danzón. Nereidas con Adelaida y Salón México con Isadora, no más. Casi no bebió: un par de mojitos, con más hielo que azucar, muy batidos, que Pancho le preparaba con maestría.

Sentado en una mesa al otro lado de la pista fumaba uno tras otros sus Delicados sin filtro observando insistentemente a la mesa del grupo de amigas.

Su mirada llegaba hasta los recovecos de la mente de Argentina, o al menos eso es lo que deseaba. 'Esta es la noche, no debo aplazarla más' dijo en silencio, seguro de que las música y el barullo del lugar impedirían que 'El Picudo', su compañero de mesa, lo escuchara.

Sabedor de la tragedia de Argentina, Don Enrique nunca había intentado sacarla a bailar, a pesar de que sus amplias caderas, su abundantes senos y su hermosa cabellera negro azabache lo habían atraído desde que la vió bailar la primera vez con Cayetano, el ahora difunto, hace más de dos años.

No podía darse el lujo de ser rechazado: su fama de buen bailarín y mejor conquistador podría recibir un golpe mortal. Algo que a sus 53 años sería muy difícil de remontar.

La orquesta terminó el danzón, algunas parejas permanecieron en la pista, mientras otras se dirigieron a sus mesas. Don Enrique apuró el resto de mojito, apagó el Delicados y se levantó mirando todo el tiempo a los ojos de Argentina. Se abotonó el saco y caminó decidido hacia ella, cortando la pista en dos. Las parejas se apartaban de su camino. Casi todos los miembros de la orquesta seguían el derrotero de Don Enrique. El director dejó sus manos suspendidas en el aire, a la espera de la selección de la afortunada.

Argentina levantó la vista al sentir el silencio que se hizo en el salón. Volteó hacia la pista y observó que ésta se abría como el Mar Rojo para dar paso al mejor bailarín del local. Y sí, se dirigía hacia ella.

La pista la orquesta empezó a tocar nuevamente. Las amigas de Argentina temían lo peor. Don Enrique llegó al grupo y rodeó la mesa. Llegó a un lado de ella, extendió el brazo y dijo:

-- No temas.

Ella se levantó casi en contra de su voluntad, sabía que no podía negarse. Caminó adelante del bailarín, bamboleante, hacia la pista. Llegó al centro, giró ciento ochenta grados y esperó, garboza, a que su pareja tomara su mano izquierda y rodeara su cintura, muy apetecible todavía a los cuarenta y cinco.

Don Enrique la llevó lentamente durante los primeros pasos, bailando literalmente en el área de un ladrillo. Ella se notaba tensa. Su mano izquierda atenazaba con fuerza la de su pareja. Su vista fija en los ojos de él. Su rostro no reflejaba el clásico gusto de los bailadores, más bien parecía que estaba al borde de un precipicio, midiendo cada movimiento para evitar caer.

-- Vas muy bien -- le dijo Don Enrique -- Sigue así, confía en mi.

A medida que avanzaban los acordes del danzón ella se notaba más relajada. El se atrevía a hacer movimientos más amplios, con más filigrana.

-- Nadie lo nota. Suelta el cuerpo. Siente el placer de estar entre mis brazos. Lo estás logrando.

Argentina empezó a sonreir, a respirar con calma, a darle calidez a sus movimientos.

-- Eso es. Lo siento. Tu cuerpo empieza a enviarme ondas de sensualidad. Empiezo a desearte -- murmuró Don Enrique al oído de ella. La cara de Argentina se sonrojó.

Ella se apretó más al cuerpo masculino. Percibió algo que estaba segura que era una erección. Eso la excitó y la hizo pegarse más el vientre de él.

-- Conozco tu secreto. -- continuó él -- No me preguntes como lo hice. Alguién me dijo que, por el accidente, la mitad de tu pie derecho es de madera. Pero nadie lo ha notado, ni lo hará. Bailas tan bién como cuando vivía el difunto.

Argentina trastabilló. Él la tomó de la cintura y le trasmitió su seguridad. Se recompuso y retomó el paso.

-- Tu corazón no es de madera, palpita y siente como el de cualquier mujer apasionada. Y estoy seguro de que tu sexo está ávido de un hombre como yo. Para estar conmigo me debes asegurar que serás mejor en la cama que en la pista.

Argentina levantó la vista, lo miró a los ojos y sonrió:

-- Pendejo, no sabes que alacrán te estás echando encima. No volverás a tener a nadie como yo después de esta noche, así que te reto, amor, a que me devuelvas la vida.

Ella rió finalmente como no lo hacía desde que salió del hospital. Respiró hondo y se prometió que le haría saber a Don Enrique toda la pasión contenida que estaba guardando para el primero que volviera a hacerla volver a la pista y a la cama.

6 comentarios:

Gunnar Wolf dijo...

Muy bonita, gracias. Y... No, no quisiera hacerle ningún comentario, cualquier cosa que cambies sería faltarle el respeto a la versión original - pero me conoces y sabes que no soporto tamañas imprecisiones. El mar muerto jamás se ha abierto. Si eres creyente, afirmarás que el mar rojo sí lo hizo, más o menos en esta época del año, y hace más de 3000. Pero el mar muerto, ná - reposa tranquilo con toda su sal.

dalton dijo...

Gracias por la opinión.

Por lo de la corrección ¿qué puedo decirte? ¿El Mar Rojo sigue vivo? ¿El Mar Muerto mantiene sus niveles de RGB? Igual pude haber puesto que se abrió el Mar Arafura, que es la calle en la que vivo. Para un ateo como yo cualquier mar, de cualquier color o viveza da lo mismo.

Gracias anyway. ;-)

Unknown dijo...

Excelente. Ótimo.

Ah, los alacranes verdaderamente molestos se echan en los calzones, no encima.

Anónimo dijo...

Gerardo me mandó pa'cá.

Roberto, me llevaste al lugar, lo disfruté y en mi mente bailé.

Gracias
Ly

Anónimo dijo...

Me gusta mucho tu estilo, pero a veces siento que como Don Enrique, nos llevas de la mano. Déjanos imaginar más

Saludos
Rubén

Armida Leticia dijo...

A veces un buen texto pierde lo bello cuando se le introduce una frase o palabra grotesca. Desde mi punto de vista, eso le pasó a este post. Todo iba bien, hasta que llega uno al final...Pero como dije antes, esa es mi opinión.

Saludos.