Se supone que el mar
es la gran cosa.
Se supone que sabe
casi todo.
Que sabe a sal.
Pero en aquel momento,
en aquella, la precisa rompiente,
sólo nos dimos cuenta
de lo que estábamos viviendo
ella y yo.
Ella y yo.
Nosotros fuimos ella y yo.
Fue una cuenta muy larga
y los dos la pagamos.
Esa roca y la franja,
esa precisa ola enconcavada,
blanca de tanto azul.
Ese radio de ola continuada
que se partió para
partirme a mí la madre de la roca.
Esa ola
que hizo temblarme a mí.
La ola esa de la que estuve hablando.
Hablando de la piedra que se le enmarañaba.
Su muy flexible roca.
Que los demás regalen
mejores opiniones. Yo digo lo que izamos,
porque ella y yo anudamos
columnas vertebrales,
decidimos acentos
y fuimos engranando
las voces que atraviesan.
(Y muy bonito y todo, pero en este paréntesis
no puede respirarse.
—¿No puedes respirarme?
—No puedo respirarte.
—Entonces nos ahogamos.
—Nos ahogamos.)
Ella y yo sí supimos
cómo fue el rompimiento.
Ahora voy a contarles:
entre otras razones fue cierto sol sonámbulo
y fue la insólita
porosidad que hicimos, que inventamos abierta
con nuestro movimiento,
la parte más extrema de este brazo
buscando nacimientos.
Nadie. Nunca más nadie que ella
podrá ocupar aquellos
movimientos.
Gracias a dos los dejamos callados.
No quisiera mover otros detalles.
Y le sugiero al mar que se retire.
Eduardo Casar
2 comentarios:
No sé como fuí deslizándome entre los hilos de la telaraña blogosférica y llegué hasta tu espacio, Dalton. Me congratulo.
Me emocionó también leer que en un libro escrito en 1,816, en Suiza (así era?), se mencione al asombroso imperio meshica.
Ahora no puedo seguir leyéndote pero sin duda lo haré.
Saludo.
Supongo, mi querido donbeto, que esos hilos bienhechores te trajeron por simple atracción geomagnética. Gracias por tu lectura y tu comentario, y bienvenido a bordo.
dalton
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