sábado, 27 de enero de 2007

Cafe La Tregua (3)

El jueves pasado salí temprano de mi oficina. Estaba un poco cansado. Este proyecto de autenticación por medio de la huella digital, usando un dispositivo que se conecta al puerto USB nos trae fritos: hemos tenido que llamar a USA, hablar en inglés con una persona que finalmente entendía y hablaba perfectament el español y que resultó ser un técnico francés; buscar en toneladas de documentación, descargar bibliotecas de funciones (APIs y SDKs); enviar preguntas a fabricantes de software y hardware similar. Y todo con resultados muy magros. No deseaba otra cosa que llegar a casa, seguir viendo la excelente serie Los Soprano que mi hijo Roberto me prestó en DVD; hacer un alto para hacer una llamada a las 10:00, seguir viendo los capítulos hasta que el sueño llegara, y dormir hasta las 6:30 del día siguiente, para ir a correr a el Plan Sexenal.

Sin embargo, se interpuso en mi camino el Café La Tregua. Suelo pasar enfrente de este sitio en mi camino del metro Popotla a mi departamento. Ese día se veía algo de movimiento, recordé que estaba agendada una actividad en la cual alguien diría, de memoria, algunos textos y poemas. Noté que ya había iniciado la sesión. No resistí la tentación, entré y me coloqué en mi lugar favorito, la barra, muy cerca de Eduardo, quien me saludó muy amablemente y no tardó en llevarme una coca de lata y un vaso con hielo.

Al fondo del local se encontraba Roberto Ramos, quien hablaba ya de la importancia de la lectura, del acercamiento a los libros. Él, acompañado de su enorme bigote de revolucionario del siglo pasado, era quien tenía a su cargo le función de esa noche. Lo que siguió me impresionó: Roberto recitó, de memoria, un buen trozo del estupendo poema Muerte sin fin de José Gorostiza, del cual muestro sólo unas líneas:

LLENO DE MI, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí --ahíto-- me descubro
en la imagen atónita del agua,


Me gustaría añadir "y sin equivocarse", pero estoy lejos de guardar en la memoria algo más que el título y el autor de ese excelente poema.

A continuación hizo lo mismo con el inicio de Cien años de soledad de Gabo y con un capítulo de El arpa y la sombra del cubano Alejo Carpentier.

La lectura del primer capítulo de Cien años de soledad evoqué tiempos idos: el post 68 en la universidad, amores añejos muy intensos, el boom de la literatura latinoamericana, el rock en sus mejores momentos. Me pareció increible que todo eso viviera en Macondo, en medio de la selva, con historias de gitanos y prodigios técnicos como los imanes y los astrolabios del gitano Melquiades, que le quitaron más que el sueño a José Arcadio Buendía.

Carpentier se oyó, como siempre, denso, perfecto, profundo. Su prosa me recuerda a los retablos de la iglesia de San Francisco Javier en Tepotzotlán: no queda un espacio vacio, ni un centímetro cuadrado sin aprovechar; cada uno de los detalles, de las palabras, de las figuras, de las metáforas colaboran para hacer una obra grandiosa. Roberto, mi tocayo, dejó eso muy claro al leer de memoria ese trozo de 'El arpa y la sombra'.

La gente en La tregua, estoy seguro, gozó con los textos elegidos y expuestos por Roberto; los aplausos finales así lo dijeron.

En cuanto terminó su función, mi tocayó se acercó a una mesa que estaba ocupada por un fotógrafo que hizo varias tomas durante el evento. Inmediatamente llegó a la mesa Esther, la esposa de Eduardo, y yo a continuación. Me presenté con Roberto y le hice algún comentario sobre el texto de Carpentier que acababa de decir.

Roberto Ramos resultó ser un promotor de la lectura de tiempo completo. En un pequeño local dentro de la estación Normal del metro, a dos estaciones de La Tregua, y apoyado por el Gobierno del Distrito Federal y la Librería Gandhi, mi tocayo pasa las horas nadando contra la corriente, luchando contra la caja idiota y presentando la batalla en contra de las nueva cultura de la inmediatez, la velocidad y la interfases gráficas que representan los video juegos. Sí, Roberto intenta día a día que los jóvenes lean más, que se acerquen a los libros de una manera abierta, sin las presiones de los despistados profesores de escuela que hacen parecer a la lectura como una tarea que hay que hacer para pasar la materia más que como una actividad lúdica, rica en experiencias y que promueve el conocimiento de la cultura universal.

Le prometí a Roberto que lo visitaré en su local, y a ustedes, mis dos lectores, les adelanto que escribiré sobre esa cruzada en la que se ha embarcado mi tocayo.

Por ahora diré que Roberto Ramos escribe cuentos, poemas y es un excelente conversador. Él y Esther hicieron que me olvidara de mi llamada de las 10 de la noche, pero mi Dulcinea comprendió que hubiera sido peor que el atorón hubiera sido en algún burdel, mi cantina preferida o, peor, por motivos de trabajo.

Si, también Esther contribuyó a mi llegada tarde a casa. Resultó ser una amante de la literatura. Colaboró en un libro de poemas editado por la UNAM, escribe para la revista para niños Iguana y, en sus afanes por hacerse millonaria con sus habilidades artísticas, ha escrito canciones (letra y música en algunos casos) de géneros tan cercanos a ella como cumbias y norteñas. Me comentó, ufana, que un grupo (de cuyo nombre no quiere acordarse) grabó una de sus canciones. Tambien los amenazo con una entrada dedicada a esta mujer que tiene un poema que dice:

Limpio, luego existo

en donde resume la tragedia de las féminas, de la cual ni las poetisas se salvan.

Al salir de La Tregua, después de las 11:15 PM, cuando la hora oficial de cierre son las 10:00 PM, la cortina ya estaba abajo, como sucede en las borracheras inolvidables. Recordé la más reciente ocasión en que salí, sujetándome de cuanta silla se me atravesaba y agachado para caber por la puertita metálica de la cortina de hierro de la venerable cantina La Guadalupana, en Coyoacán. Aquella vez me precedía una mujer que suelo recordar cada vez que alguien pide, en una mesa contigua, un tequila Sauza Tradicional helado.

Llegué a mi casa, marqué, y mi Dulcinea, dulcemente, aceptó sin chistar la versión ejecutiva de este relato. Ella sabe que Gabo, Carpentier, Gorostiza, Esther, Roberto y el fotógrafo --del cual no retuve el nombre-- son buena compañia, que estaba en buenas manos y en mejores neuronas.

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